“En un contexto de pandemia, un fragmento de la notable novela Orán, ciudad argelina, es azotada por la peste y un grupo de doctores que realizan una labor humanitaria, van profundizando y recuperando valores necesarios para enfrentar una situación terrible y nueva”. La selección pertenece a la educadora y escritora Josefina Muñoz Valenzuela.

“El doctor seguía mirando por la ventana. De un lado del cristal el fresco cielo de la primavera y del otro lado la palabra que todavía no resonaba en la habitación: la peste. La palabra no contenía solo lo que la ciencia quería poner en ella, sino una larga serie de imágenes extraordinarias que no concordaban con esta ciudad amarilla y gris, moderadamente animada a aquella hora, más zumbadora que ruidosa; feliz, en suma, si es posible que algo sea feliz y apagado. Una tranquilidad tan pacífica y tan indiferente negaba casi sin esfuerzo las antiguas imágenes de la plaga. Atenas apestada y abandonada por los pájaros, las ciudades chinas cuajadas de agonizantes silenciosos, los presidiarios de Marsella apilando en los hoyos los cuerpos que caían, la construcción en Provenza del gran muro que debía detener el viento furioso de la peste. (…) Y el doctor Rieux que miraba el golfo pensaba en aquellas piras de que habló Lucrecio, que los atenienses heridos por la enfermedad levantaban delante del mar. Llevaban durante la noche a los muertos, pero faltaba sitio y los vivos luchaban a golpes con las antorchas para depositar en las piras a los que les habían sido queridos, sosteniendo batallas sangrientas antes de abandonar los cadáveres. Se podía imaginar las hogueras enrojecidas ante el agua tranquila y sombría, los combates de antorchas en medio de la noche crepitante de centellas y de espesos vapores ponzoñosos subiendo hacia el cielo expectante. Se podía temer…
Pero este vértigo no se sostenía ante la razón. Era cierto que la palabra “peste” había sido pronunciada, era cierto que en aquel mismo minuto la plaga sacudía y arrojaba por tierra a una o dos víctimas. Pero, ¡y qué!, podía detenerse. Lo que había que hacer era reconocer claramente lo que debía ser reconocido, espantar al fin las sombras inútiles y tomar las medidas convenientes. En seguida la peste se detendría, porque la peste o no se la imagina o se la imagina falsamente. Si se detuviese, y esto era lo más probable, todo iría bien. En el caso contrario se sabía lo que era y, si no había medio de arreglarse para vencerla primero, se la vencería después.
El doctor abrió la ventana y el ruido de la ciudad se agigantó de pronto. De un taller vecino subía el silbido breve e insistente de una sierra mecánica. Rieux espantó todas estas ideas. Allí estaba lo cierto, en el trabajo de todos los días. El resto estaba pendiente de hilos y movimientos insignificantes, no había que detenerse en ellos. Lo esencial era hacer bien su oficio”.
“La peste”, Albert Camus, 1947.