Este dramático y corto texto seleccionado por la educadora y redactora de Diario Hoja en Blanco Josefina Muñoz es una pequeña joya (de las muchísimas joyas que abundan en la literatura universal) y que muestran realidades de tiempos pasados pero que, de alguna manera, nos explican el por qué de nuestro presente.

Manuel Mujica Laínez (argentino, 1910 – 1984) es uno de los grandes escritores de Argentina y de la lengua española. Autor de novelas, relatos, poesía, ensayos, todos siempre sorprendentes y mágicos. Su maravillosa novela Bomarzo (1962) lo dio a conocer en todo el mundo, con gran éxito. El compositor Alberto Ginastera creó una ópera sobre dicha novela, a la que es posible acceder desde sitios web: vale la pena leer la novela y escuchar una ópera elaborada con criterios contemporáneos, muy diferentes a la ópera tradicional.
Algunas obras: Aquí vivieron (1949), Misteriosa Buenos Aires (1950), Los ídolos (1952), La casa (1954), El unicornio (1965), De milagros y melancolías (1967), El laberinto (1974), Sergio (1976).
Del libro “Misteriosa Buenos Aires”, conjunto de 42 cuentos cortos que recuerdan episodios de la formación de la ciudad, mezclando elementos históricos y mágicos nacidos del encuentro de los españoles y los indígenas del lugar, precisos acontecimientos históricos de la formación de la ciudad de Buenos Aires, con la presencia de indios y españoles, el siguiente fragmento de “El hambre 1536”.
“Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes. Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos”.