Imagen del artista Rodolfo Rojas.
“El proceso que culminará en una Nueva Constitución es una oportunidad única, inédita, en la historia de Chile para definir las características del país donde queremos vivir en el futuro. Por lo tanto, debe ser un acto de imaginación colectiva de toda la ciudadanía respecto a cuestiones fundamentales”. La voz es del escritor Diego Muñoz Valenzuela, quien convoca a la soberanía del pueblo para lograr “otro país, otro mundo”.
El proceso que culminará en una Nueva Constitución es una oportunidad única, inédita, en la historia de Chile para definir las características del país donde queremos vivir en el futuro. Por lo tanto, debe ser un acto de imaginación colectiva de toda la ciudadanía respecto a cuestiones fundamentales. Y ese acto -al deberse a la imaginación- no puede estar sometido a las restricciones que muchos grupos -ciertamente representantes de poderosos intereses económicos- pretenden instituir.
Una de las supercherías que se ha tratado instalar desde el principio ha sido aquella de ligar la construcción de una nueva constitución a la posesión de conocimientos y habilidades jurídicas muy específicas. Esto es, sería un tema para “elegidos”, ungidos de saberes especiales, léase jurisconsultos y sobre todo “políticos profesionales”, que justamente vienen a ser los responsables de la grave crisis estructural chilena, iniciada hace casi medio siglo, y profundizada de manera progresiva al ritmo del modelo neoliberal.
Según esta interesada visión elitista, la elaboración de la nueva carta magna debiera dejarse en manos expertas y hábiles, y los ciudadanos y ciudadanas no tendrían pito qué tocar, por carecer de los conocimientos requeridos para llevar a cabo la iluminada tarea.
La cuestión es exactamente al revés: es la ciudadanía quien debe definir, primero, en qué tipo de país queremos vivir, en una discusión muy amplia, sin fronteras predefinidas, sin prejuicios ni paradigmas que provengan del pasado, y mucho menos del sentido común. Hay que construir algo diferente, auténticamente nuevo, pues es preciso un cambio estructural significativo, no una continuidad de lo que hemos venido haciendo hasta ahora. Chile requiere un punto de inflexión para resolver la crisis que se manifestó en octubre de 2019. La solución no puede ser una mera constitución “remendada” o maquillada, menos aún un instrumento basal o validador para el modelo neoliberal (como ha funcionado la constitución maldita de 1980).
El principal desafío que tenemos los ciudadanos chilenos en la actual coyuntura es dialogar de manera amplia y abierta sobre las características del país donde queremos vivir. Y es una tarea de todos, no solo de los candidatos o los constituyentes elegidos, o de los partidos políticos. Creo firmemente que el clamor de la mayoría expresado desde octubre de 2019 se centra en la construcción de un Chile Digno, sin las escandalosas desigualdades económicas y sociales que se han impuesto en este último medio siglo en educación, salud, previsión, vivienda.
El crecimiento económico ha sido la gran divisa que ha justificado la mantención y desarrollo del modelo neoliberal. Esto, propiciado  con la complicidad, y el involucramiento directo de la clase política actual, corrompida en su mayoría hasta los tuétanos, cooptada, sobornada por los grandes empresarios (sin que ninguno de ellos haya sido castigado de manera ejemplar, como debiera haber sido, pues la ley vigente no lo permite).
Tras las falsas y decepcionantes promesas del sistema acerca de la generación de mayor riqueza a través del desarrollo económico, lo que obtenemos como balance es una atroz e inaceptable desigualdad que emergió con arrolladora fuerza con la hipertrofiada crisis (crisis sobre crisis) causada por los efectos de la pandemia. Nos dimos cuenta de que la educación a distancia no era factible de llevar a cabo, porque había muchas casas donde no había computador, o no disponían de internet, o de privacidad, o de espacio debido al hacinamiento, o simplemente no había nada que comer porque los padres habían quedado cesantes.
Con ocasión del avance de la crisis iniciada en octubre de 2019, profundizada por la pandemia, hemos presenciado una serie de escenarios terribles, lamentables, grotescos, decepcionantes y angustiantes. La limitada capacidad del sistema de salud público para hacer frente a las necesidades de la población no privilegiada. La precariedad de los sistemas de protección al trabajo de los más pobres (eludiendo el eufemismo dominante: “vulnerabilidad”). La sistemática represión ejercida por la policía que ha resultado en muertes, graves lesiones (entre ellas la pérdida total o parcial de la visión) y toda clase de brutalidades de parte de una institución conmovida por la corrupción de los altos mandos y heredera del rol. La incapacidad (o, peor aún, insensibilidad) de las autoridades de gobierno para llegar oportunamente con ayuda a las familias más afectadas por la situación. Resulta una tarea demasiado extensa hacer un inventario de estas constataciones funestas. Mejor dedicar ese espacio a proponer ideas esenciales para configurar nuestra nueva carta magna.
Esencial me parece el modelo de desarrollo. Hoy domina un sistema fundado en la economía extractivista de los minerales o la sobreexplotación de los terrenos agrícolas y forestales. Esto determina que nuestra economía se base en la exportación de materias primas, sin valor agregado, para beneficio de los grandes consorcios globales. La política extractivista es frágil, exacerba la dependencia de los grandes capitales y no requiere creatividad de los trabajadores.
Desde hace décadas se habla paso a una “segunda fase exportadora” donde emerja ese tan esperado valor agregado que, hasta la fecha, no ha entrado en escena. Esta definición, hecha y mantenida por quienes han detentado el poder en estas décadas, nos ha mantenido en una situación de país dependiente, sometido al imperio de las transnacionales que usan y abusan de nuestros recursos naturales en beneficio de sus arcas en ultramar.
Chile podría ser un país mucho más rico y menos desigual si tuviéramos un modelo de desarrollo NO DEPENDIENTE, que se base en el uso racional de la propiedad nacional de las riquezas naturales, para que sean explotadas en beneficio de todos los chilenos, para asegurar sus derechos sociales. Hay que superar el extractivismo, que es funcional a los intereses de los más ricos del planeta. Eso requiere un desarrollo científico y tecnológico propio (nacional) que esté al mejor servicio del objetivo de beneficiar al pueblo de Chile mediante una producción diversa, sofisticada, eficaz y eficiente, limpia, respetuosa del medio ambiente, donde cada trabajador tenga competencias óptimas profesionales y técnicas. Así se generarán productos de alta calidad, con mayor plusvalía en el mercado internacional, y se obtendrá como consecuencia un balance positivo para la economía chilena, lo cual permitirá aplicar esquemas redistributivos que apunten a una mayor igualdad.
Un modelo económico y social auténticamente soberano, es decir al servicio de todos los ciudadanos, administrará las riquezas del país para beneficio de ellos, mediante una educación adecuada financiada por el estado. El beneficio de la explotación de los recursos naturales no irá a las arcas de los millonarios de la globalización, sino a servir las necesidades de salud, previsión, vivienda, cultura, ciencia y tecnología de todas las personas, asegurando sus derechos sociales. ¿Un sueño? Es posible que lo sea, pero tenemos derecho a soñar un país diferente. A no seguir replicando los modelos cuyos resultados conocemos y sufrimos en carne propia. Otro país, otro mundo son posibles.