Noctámbulos de Edward Hopper, 1942.
El autor deambula otra vez por la ciudad. Federico Gana, escritor y periodista, no  puede evitar esconder el misterio de su relato. La atmósfera de la ciudad…y los bares se apoderaron de su voz, una y otra vez. ¿Qué hace con un ganso?
Para Manuel Silva Acevedo
Nos miramos en silencio con la vaga intención de adivinarnos la existencia pero al hombre que me sirvió el vaso de vino se le nota la ausencia de ánimo. Nada ocurre entre los grandes jarros, se descolora la luz que cruza la puerta vidriada abierta de par en par, la calle y la barra abrazadas en una sola corriente de aire y de gente que transita con la indiferencia del mediodía por las cercanías del mercado de las aves vivas que a la distancia graznan enjauladas y sin rumbo, presas en la ciudad.
Atraviesas con el ganso blanco en tus brazos, andas cazando a un afuerino. Huelo tus contorsiones de torero aficionado sin capa burlando al tráfico, sonríes y atraviesas jugando con la muerte, falso bailarín emborrachado en el laberinto de tu barrio, quién sabe de dónde vienes huyendo, huir es la consigna en la barra de un bar, hacia dónde  irás a esconderte y que te acojan, que te saluden, que yo acepte tu saludo de viejo conocido como si me conocieras, dejando que me abrace tu ademán  de venir de lejos a entretenerme, duende anónimo y satisfecho dueño de casa de tu calle propia, tranquilo sabiendo que nunca sucede nada a los fantasmas vagando con las manos en los bolsillos, cambias tu piel de lobo en el gentío, campanadas lejanas proclaman que el tiempo pasa y qué te importa si no sabes a qué lado de la avenida estás bailando y ya entraste con tu ganso a cuestas y el hombre silencioso del mesón sigue impávido, contento pasaste por alto su silencio hacia tu meta de vino aquí y ahora, junto a los jarros.
Ya sabes que ando solo y  suplantas al dependiente que no escucha y sirve los vasos mirando de soslayo, como que se esfuerza por humillar a sus parroquianos pero qué haría sin ellos y tú lo sabes. Sabes que una persona sola en la barra de un bar tiene ganas de decirle algo a alguien. Y el afuerino soy yo, me estás manejando bien. Finteas. Apareciste de repente incierto y desenfadado, librándome del dependiente que ya no cree en el bien ni en el mal ni en las horas del día o de la noche. Para qué conversarle al autómata si sólo cumple con los pedidos y mantiene su ira incrustado en el hastío esperando a los que ya nada esperan de la vida salvo el relleno del vino ordinario parapetado en los jarros. Al acecho.
Comienzas bailarín tu destreza para rescatarme del aburrimiento, abres con la prestancia acostumbrada tu mundo propio en el mesón y miras callado. Midiéndome, estudiándome. Vuelves a fintear. Siempre finteas leoncito de barrio para calar a tu presa, mulato de pelo rizado, cara y manos recién mojadas, de edad mediana serás y qué edad la de tus ojos brillosos, gastados de alcohol, anhelantes, aire tropical en tu camisa tornasol abierta y  cigarrillo a la boca cortés tiendes la mano certera,  estocada segura que adelanta una charla amable. Desplegaste, fantasma de ocasión, tu anzuelo profesional. Piqué.
El ganso dormita en las manos mojadas.
“Yo vengo de Brasil”. Es tu primera embestida. Y pasas tu mano por el largo y blanco cuello del ave, ofreciéndolo, mostrando la mercadería.
“Bonito Brasil”. Airoso te contesto el primer golpe y las circunstancias obligan a continuar conversándote, al mediodía a veces el tiempo sobra y los diálogos nacen imperturbables. Sabes dónde estás, de dónde vienes y adónde vas y, con ademán de vecino y cliente conocido pides tu vaso de vino al dependiente que sigue tan callado como una foto gigante de sí mismo y, sin sacarte el cigarrillo de la boca, te subes las mangas de la camisa y te preparas para el segundo golpe en este cuadrilátero de paso. El humo molesta a tus ojos enrojecidos y, como torpe afuerino principiante te acerco un cenicero de lata a medio llenar de colillas. Ya sabes que estoy a tus órdenes, son las reglas del juego para hacerle el quite al mediodía.
“Mucha vegetación por allá, es por el clima”. Sabes que hablar de árboles, de naturaleza y del sol y la lluvia es siempre un tema inofensivo. Como discurrir sobre amores lejanos. Sabes también que yo sé que no puedes parar, que tienes que acorralarme:
“Hay muchos lugares para pasear y mucha gente, demasiada gente de repente, sobre todo en los veranos y ya no es como antes, como acá que sigue sin árboles. Hay plaza muy grande allá, los animales pueden andar sueltos.  (De reojo, mira al ganso). Pero también hay mucho tráfico, mucha gente nueva, gente que uno ni conoce. Hay muchas mujeres bonitas, eso se agradece. Es distinto, y no es tan lejos”.
“¿Mucho tiempo por allá”?, me entrego con sentimiento de culpa ante el riesgo de que abandones el diálogo. Lejana posibilidad en todo caso, el encuentro recién comienza. Con seguridad de conquistador al paso, te largas subiendo un poco más las mangas de tu camisa:
“Casi cuatro años la última vez, trabajando con el capital de estos brazos, hay que hacer rendir la musculatura, la fuerza bruta de uno se comercializa, buena plaza allá. ¿Para qué me iba a venir? Dejé un niño con la mamá, como corresponde. Ya tiene sus músculos creciendo el niño”.
“¿Y la gente, qué tal”?
Sigue sin temor la charla, la fragilidad del diálogo ya cuajó. Lo lograste, urge abrir el campo de la generalidad de la vida, única herramienta en todos los bares del mundo para espantar la amenaza de historias del fracaso, sueños tristes y repetidos de engaños y desengaños, éxitos del pasado no siempre verdaderos, anécdotas repentinas, palabras sueltas de quién no tiene nada que hacer. O tus nostalgias de niño porque también fuiste niño, aunque lo hayas olvidado, duende callejero.
 
“Nunca un problema, buenos vecinos, allá todos nos ayudamos, hay gente que tiene más pero siempre le tienden la mano a uno. Nunca me faltó usar los brazos. Todavía puedo”.
Y estiras tu brazo derecho para que yo admire el grosor de tu muñeca, que ensancha el ancla tatuada en el antebrazo. Aprovechas el estirón y tomas el vaso que nadie te ofreció pero que sabes que es tuyo porque el enojado dependiente te lo pasó hace ya un rato.
 Con el brazo izquierdo sujetas al ganso, que sigue dormitando.
“¿Y se acostumbró al clima”?
“El invierno es duro pero los veranos no son problema. Allá uno se tira a dormir en un escaño y nadie dice nada pero hay que levantarse temprano porque pasan los aseadores. En cambio, acá no hay árboles, no hay plaza, no hay escaños y cuesta descansar, por eso mis ojos brillosos. Total, ya me vine y ando ambientándome”.  .
 “Tantas ciudades que tiene Brasil, ¿de cuál viene usted?”
Das un paso atrás, te sientes alcanzado y en peligro. Para preparar el golpe de respuesta miras de reojo al ganso, calculando. Con un paso hacia adelante  intentas otro finteo vago de pugilista retirado, me miras perdonador, mueves la cabeza, gozas a contrapelo bailarín de ocasión frente a tu presa, olfateando el golpe de gracia final y con el dejo de vencedor inobjetable, disparas:
“Usted no entiende nada, así no se puede conversar y uno no puede andar perdiendo el tiempo. No sé de dónde sacó que vengo de otro país tan lejos. Yo vengo de la Plaza Brasil, esa era mi patria pero ahora soy vecino de la Estación Central”.
Uno a veces se obliga a reír en silencio para que no se note el tropezón. El único gesto salvador de la vergüenza es un brindis, te invito a vaciar los vasos y te ofrezco cancelar el vaso de vino junto con el mío pero tú ya contabas con ello, tú sabes cómo somos los afuerinos de ocasión. Cuando me despido del dependiente silencioso tampoco responde y te comento que es de malas pulgas el hombre.
“Sordomudo, dirá usted. Nació así el hijo de la dueña. Treinta años lleva  parado detrás de los jarros. Lo conozco desde antes que me fuera a la Brasil, somos cómplices. Cuando no vendo el ganso en el día, el animal pasa la noche entre las garrafas. Y el hombre le da los restos”.