Niña entrando en el mar (1915). Autor: Joaquín Sorolla
La vida y la muerte. La magia de la literatura, de la fotografía y del arte que hace eternos los momentos y que las personas gocen de ese carácter imperecedero, transportadas a ese espacio en el cual el transcurso del tiempo y la mutación de las cosas no tiene sentido. Ante la muerte física, Antonio Rojas reflexiona sobre Margarita Debayle, la princesa de Rubén Darío, la que nunca morirá, la que desde ese espacio lo sigue escuchando declamar, “Margarita, está linda la mar….”
Hace exactamente una semana, perdido entre el cúmulo de noticias que hablan de tragedias, atentados y misiles, el cable deslizó un párrafo modesto que informaba de la muerte de Margarita Debayle.
 
Ha muerto, decía, a avanzada edad la niña la niña que inspiró un poema a Rubén Darío.
 
Un contrasentido.  La niña no pudo morir a avanzada edad porque las niñas jamás tienen edad avanzada. Y la niña de Rubén Darío no ha muerto porque sigue viva en el poema, así como la Gioconda sonríe, viva, en la pintura de Leonardo.
 
El arte es la única arma con que el hombre consigue derrotar al tiempo, del cual la muerte no es más que la expresión definitiva.
 
La mujer que murió el pasado miércoles se llamaba Margarita Debayle, igual que la niña para la cual, en la primera parte del siglo, fueron escritos estos versos de delicadeza transparente.
 
“Margarita, está linda la mar,/ y el viento/ lleva esencia sutil de azahar,/ yo siento en el alma una alondra cantar,/ tu acento./ Margarita, te voy a contar/ un cuento./ Este era un rey que tenía/ un palacio de diamantes,/ una tienda hecha del día/ y un rebaño de elefantes./ Un quiosco de malaquita,/ un gran manto de tisú/ y una gentil princesita/ tan bonita, Margarita,/ tan bonita como tú”.
 
En el instante en que estas palabras fueron escritas, Margarita Debayle, la niña, se detuvo en el tiempo. Nunca cambió.  Permaneció para siempre grácil, tersa, dueña de esa belleza gentil de las princesitas de ocho años.
 
La mujer de avanzada edad, muerta recientemente, se llamaba como ella. Y allí termina el parecido.  Tenía, de seguro, blanco el cabello, opaca la mirada, curva la espalda, tardo el oído. Los años habían arañado surcos hondos en su piel.  Era lento su caminar, lentos sus movimientos.
 
Margarita Debayle, la niña, continúa, inocente, pura, inmaculada, como la describió Darío:
“Las princesas primorosas/ se parecen mucho a ti,/ cortan lirios, cortan rosas,/ cortan astros…son así”.
 
Vivimos muchas vidas en nuestras vidas y somos muchas personas en una persona, siempre destruyéndonos, renovándonos, cambiando de piel. Hambrientos incesantes de eternidad.
 
Y la eternidad solo la consigue el hombre a través del arte, que encierra la vida en una campana de cristal en contra de la cual el tiempo mella sus garras.