Portada del libro “Estado de sitio” de Elvira Hernández (2020). Ediciones UDP
Elvira Hernández puede decir con razón “Yo no soy el espectáculo”;  pero es sin duda la mensajera, la voz que con un sentido muy certero, nos ilumina, nos escribe a cada uno de nosotros y se deja leer. Así lo señala María Eugenia Góngora en este artículo. Nos invita a compartir sus reflexiones y atraer la atención hacia esta autora valiosa pero desconocida por muchos y muchas.
Disponible en https://www.letrasdechile.cl/home/index.php/comentarios-de-libros/3550-elvira-hernandez-iluminaciones.html
 
 
En esta breve nota, quiero entrar en conversación con algunas de las frases escritas en el muro y que nos iluminan gracias a la acción de una mano.
 
En Yo no soy el espectáculo, un poemario reciente de Elvira Hernández, una mano escribe en una página que quiere ser un muro y no una página:
 
“Yo no soy el espectáculo /Fuera de página / Deseado lector, lector y del sexo que tienes que cargar y del Partido que temblorosamente debes ocultar:/ mi voz no tiene sentido/ Escribir es ausentarse/Leer es reconocer la ausencia que nos aísla/ Escribirte y dejarme leer/ No puedo suplantar tu reconocimiento/Leer y escribir son dos impulsos antagónicos, como dos solitarios impulsos de amor que buscan hacerse uno, hacerse pedazos/ La intimidad está declarada/ Y los nombres solo pueden interesar a la policía/ Yo no soy el espectáculo.”
 
E inmediatamente después nos encontramos –sorpresivamente- con ese otro espectáculo que conocemos desde la infancia: las manos y las formas que pueden dibujarse con las manos. Aquí veo una primera iluminación, una mano tan cercana y tan poderosa.
 
De inmediato nos podemos identificar como lectores y lectoras cercanos,   gracias a ese espectáculo tan familiar, tan sin un sentido aparente y tan conocido a la vez: vemos una mano (que no es la nuestra pero que podría serlo).
 
Vemos en primer lugar que dos de los dedos de una mano forman un círculo, una letra, un anillo, un orificio. Luego otra mano se abre, nos muestra sus líneas, sus montes y sus valles; allí sabemos que está toda nuestra vida, tolo lo que hemos hecho y tocado con nuestras manos. Está allí todo lo que hemos vivido, todo lo que conocemos; también la música presente en esos cinco dedos abiertos que nos recuerdan el número de nuestros cinco sentidos, aquél que se decía en otros tiempos que era el número humano por excelencia. Y a veces lo podemos constatar, como cuando miramos esta mano abierta frente a nosotros.
 
Elvira Hernández escribe con su mano, se muestra y se esconde, siguiendo esos impulsos antagónicos que ella describe como aquellos “solitarios impulsos de amor que, al tiempo que quieren unirse, buscan despedazarse”.
 
 Es necesario reconocer esta nueva iluminación, aquella que nos muestra que la intimidad vive en ese antagonismo, ese enfrentamiento permanente y pertinaz;  quienes han hablado sobre el amor y sobre la intimidad nos recuerdan siempre de nuevo que ésta se vive como una incesante (y deseada) batalla. Por eso, escribe Elvira Hernández, la intimidad, como la guerra, están declaradas. Y los nombres de los protagonistas solo pueden interesar a la policía, escribe a continuación, como si el amor terminara necesariamente siendo descrito en un parte policial. Como un crimen.
 
El comienzo y el fin de los textos escritos en el muro son únicos y, al menos en apariencia, idénticos: la afirmación de una voz que escribe/dice “Yo no soy el espectáculo”. Negación, ocultamiento de la persona que escribe, está claro. Pero al escribir y confirmar esa negación, la mano que la escribió nos lleva inevitablemente a buscarla, a querer saber quién se niega a aparecer delante de nosotros. Quién se esconde para mejor iluminarnos.
 
 Y si el/la no es el espectáculo, ¿quién está detrás del espectáculo que se despliega ante nosotros, inevitablemente? ¿Quién es la maestra que, con sus manos,  mueve los hilos de las palabras y frases que se nos van mostrando a continuación y que logran persuadirnos de seguir leyendo? Y de seguir creyendo en lo que allí se manifiesta, a la luz de las palabras.
 
“Yo no soy el espectáculo/ fuera de página, deseado lector…/ mi voz no tiene sentido/ Escribir es ausentarse/Leer es reconocer la ausencia que nos aísla/ Escribirte y dejarme leer/……/Leer y escribir son dos impulsos antagónicos, como dos solitarios impulsos de amor que buscan hacerse uno, hacerse pedazos/ La intimidad está declarada/ Y los nombres solo pueden interesar a la policía/ Yo no soy el espectáculo.”
 
El/la que escribe no es el espectáculo, afirma, y está fuera de la página. Pero la escritura parece estar inevitablemente dentro de la página, iluminada. Hay una voz (que no pronuncia las palabras, pero que las escribe) “sin sentido”; pero aún así,  quiere llegar al deseado lector (¿al “desocupado” lector,  aquel  “deseado” destinatario que inició alguna vez la lectura del Quijote de la Mancha?).
 
Pero hay más en esta secuencia de escritos en el muro: se afirma aquí, (allí, en ese muro falso), que “escribir es ausentarse, y que leer es reconocer la ausencia que nos aísla”. Aunque a las palabras se las lleve el viento, y aunque lo escrito, se nos dice, permanece para siempre, creo leer en estos escritos,  una vez más, la tan dolida constatación de tantos escritores que se sienten unidos por las palabras, pero aislados a la vez de sus lectores, por la letra y la escritura.
 
Porque la escritura puede ser a veces ese lazo ‘engañoso’ que ha suplantado a la palabra dicha cara a cara. Quizás por eso “mi voz no tiene sentido”, leemos. O sólo tiene sentido si lo que se escribe está destinado inequívocamente a un Tú, como sucede de manera privilegiada en nuestras cartas, aquellas que queremos conservar, incluso en estos tiempos, para guardar ese momento privilegiado de un diálogo en la distancia;  “Escribirte” y “dejarme leer…” .
 
Es entonces en ese diálogo,  cuando “la intimidad está [de verdad] declarada”, así como se declara la guerra. Porque “leer y escribir son dos impulsos antagónicos”, como los “solitarios impulsos de amor que buscan hacerse uno, hacerse pedazos”. Y por eso la poesía de Elvira Hernández nos convoca, nos trae a la realidad de las palabras y de la escritura expuestas ambas, expuestas a la luz,  como una herida.
 
Tal como lo reitera en sus escritos, Elvira Hernández puede decir con razón “Yo no soy el espectáculo”;  pero es sin duda la mensajera, la voz que con un sentido muy certero, nos ilumina, nos escribe a cada uno de nosotros y se deja leer.