Profesor con sus estudiantes (Fuente: memoriadelsigloxx.xl)

“Un día en clase de ciencias, el profesor no tomó la tarea, tampoco hizo las tres preguntas claves de repaso antes de comenzar la nueva materia. No. Se puso a conversar mientras se paseaba por la sala como no prestándonos atención.”

(*) Aporte recibido en respuesta a la convocatoria “Nuestros/as profesores/as inolvidables” de la Corporación Hoja en Blanco.

Eran tiempos revueltos, no, confusos, tiempos de realidad y sueños, tiempos de adolescencia en otra época, donde la inocencia aún existía. Teníamos demasiada energía para un gran mundo que se abría a nuestras vidas, pero que se hacía pequeño por las reglas lógicas que imponían los padres y el colegio.

Además, la playa no quedaba tan lejos y el aroma del mar llamaba, entonces, un día se hizo inevitable.

¡Imagínense!, tener trece años y por primera vez sentirse un ser independiente, correr por la arena, gritarle al mar, perseguir petreles y gaviotas y subir, algo que no era fácil, a esa goleta semienterrada en la orilla.

Otra mañana, de nuevo, no entrar a clases y simplemente quedarse todas las horas en el pequeño jardín frente al colegio haciendo dibujos en la arena, tirando semillas a la pileta y observando cómo los zorzales ponían su pequeña cabeza en el pasto, escuchando; de pronto, en un sitio exacto picaban y extraían su suculenta lombriz.

Un día en clase de ciencias, el profesor no tomó la tarea, tampoco hizo las tres preguntas claves de repaso antes de comenzar la nueva materia. No. Se puso a conversar mientras se paseaba por la sala como no prestándonos atención.

Nos habló de la vida, de los deberes y obligaciones, de no defraudar a las personas, especialmente a los padres que hacen sacrificios para atender a sus hijos, para darles educación, las herramientas para tener un buen futuro.

Nos decía que, si ya estábamos en séptimo, recién creado ese año, era porque éramos jóvenes valiosísimos llamados a ser grandes personas, cada uno en sus mejores habilidades, solo teníamos que ir descubriendo nuestro potencial.

Nos habló de ser pulcros, íntegros, honestos, honrados, amables, lo hizo sin discursos, solo contándonos pequeñas historias, nos enseñó de hábitos y limpieza con unas simples palabras, “uno puede notar cómo es una persona en la limpieza de su cocina y su baño”, “cómo lleva la vida cada uno en el orden de la habitación en la que duerme”, ahí nos reímos todos.

También contó la historia de unas avecitas que a veces se alejaban de la seguridad de su entorno, los peligros de extraviarse, de que un gavilán o un gato pudiera cazarlas y hacerles daño y no poder, incluso, volver al hogar.

Dijo que tal vez sería mejor si alguna mañana, organizadamente, fuera todo el “Séptimo A” a una excursión de ciencias, acompañados del profesor.

Ahí me di cuenta de que, desde el tercer piso, exactamente desde nuestra sala, se veía perfectamente el pequeño jardín que había al frente.

Nunca supe si mis padres fueron informados de esas escapadas mías, ellos no lo mencionaron jamás.

No volvimos a escaparnos a la playa, que, diciendo la verdad, no quedaba tan cerca, menos al jardincito.

Aquellas sencillas palabras del profesor y su forma de enseñarnos, sin sermones ni enojos, quedaron dentro de mi ser hasta el día de hoy.

Sé que en esa clase, de alguna manera, parte de mi persona maduró, entendí las cosas de otra forma.  Aunque nunca perdí mis sueños.