Fuente: utalca.cl

“Decía eso y volvía de inmediato el orden y el silencio. Arte de magia de escuela Normal, que terminaba con el desorden y comenzaba el trabajo, una formación importante para Chile en esos años, instrucción mágica que nos sirvió, pruebas en castillos de cartón y no ese papel amarillento nos marcaron.”

La última vez que vi a mi profesora, fue en mil novecientos setenta y cinco, un año difícil, mucho silencio y tristeza por esos días.

Santiago de Chile, año dos mil veintiuno, mi vieja escuela sigue aquí, alta, imponente en medio de mi viejo barrio.

Construida en tiempos en que la educación de los ciudadanos fue muy importante, ahora todo da lo mismo, le comento a mi compañera de trote, que estaba deslumbrada con la belleza arquitectónica del edificio. Ahí aprendí mis primeras letras, dibujos, juegos y tuve mis primeras amistades.

– ¡Bonita… muy bonita! -exclamó.

Un barrio ordenado, con grandes espacios, algo que ya no se ve. La plaza central sigue intacta, cuántas pichangas en esos pastos nos jugamos con pelota de plástico, casas de dos pisos bien construidas, una bonita pileta circular con una piña de agua al centro, donde ya no hay niños nadando en verano.

Los vecinos, hoy los viejos del barrio, en sus casas, frías por la partida de sus hijos, la ley de la vida pasa la factura y seguro nos miran tras los visillos amarillentos de sus viejas ventanas o duermen y viajan en sus fantasías veteranas.

– No se ve nadie -dijo mi compañera.

Para ser un día de semana, era muy extraño que no hubiese nadie a esa hora en la calle, cerca del mediodía, el sol ya se instalaba sobre nuestras cabezas. Por una de las ventanas se filtraban las notas de un viejo tango, sonaba “Cambalache”, con mucha fuerza.

¡Cómo pasa el tiempo! Si parece que fue ayer, que caminaba por estas mismas veredas con mi madre, rumbo a la escuela del barrio, ordenadito, como lo exigía mi profe.

El viejo kiosco de madera añosa sigue ahí, triste, abandonado, con tres candados oxidados y una gruesa cadena, seguridad para un trozo de mi pasado.

Cada tarde, al salir de clases nos tomábamos a medias con mi vieja una Castel heladita, un sorbo ella, un sorbo yo, con esas pajitas de trigo que ya no hay, y desde ahí veíamos cómo mi profe regresaba rápidamente a su casa después de su larga jornada, para cumplir con su otra tarea, la de mamá de tres hijos y un esposo.

-Me siento un poco extraño -le dije a mi amiga, que estaba jugando en el pasto como niña. El barrio, las personas, los árboles, todo envejeció, solamente quedan recuerdos en la memoria, sobre todo de mi profesora.

El sonido del viento llegó a nuestros oídos como diciéndonos algo, algunos pájaros en las copas nos miraban, gorriones, zorzales saltarines, unos tórtolos románticos y un par de loros argentinos que parlotean seguramente de nosotros los intrusos.

-¿Qué dirán ? -me pregunté.

Mi profesora, la escuela, mi barrio, la cancha de baby, la de rayuela, el gran cine Libertad, el club social, mis viejos profes jugando cacho por la tarde, el Hipódromo Chile y sus jinetes sin educación, que corren para ganarle a la vida, la iglesia y el liceo de monjas que hace milagros. Ahí también vivía mi profesora normalista.

– ¿Parece que te gustaba la escuela?  -me preguntó Odette, así se llama mi amiga.

Pienso un poco y respondo. Fue bonito, pero también triste; en un momento se detuvo todo, de golpe, duró años, fue muy notorio, todo cambió, algunos compañeros no volvieron más y nadie dijo nada.

Recordé los setenta y ese sonido de escuela con muchos niños.

-¡Silencio niños! ¡Por favor queridos alumnos!, pongan atención a lo que digo -decía algo inquieta mi profesora, que en ese momento hablaba por el micrófono, iniciando la jornada.

Todos los días era lo mismo, instrucciones para la tarde, en los recreos, llamados de atención diciéndonos:

-¡Escuchen!, pongan atención.

Con tantos alumnos, se entendía poco y la mala calidad del sonido no ayudaba mucho al orden. Ese fue mi primer día de clases, primero básico, había imaginado una tarde distinta, pero, algunos de mis compañeros hablaban y hablaban. Fueron los primeros suspendidos que conocí al inicio de mi vida escolar.

-¿Cómo? ¿Suspendidos?

Disciplina de la época, es que había alumnos muy desordenados; ahora los entiendo, por las condiciones en que vivían en sus casas, la escuela era un gran recreo. Todos vestíamos overoles, algunos ya no tenían su color original de tantos lavados a mano lo borraron de la tela y esa vieja costumbre del pobre, de pasar las prendas de hermano en hermano.

Algunos vivían en viejos conventillos nauseabundos, a mi profesora ese detalle nunca le importó, estaba para todos, sabiduría de profe normalista. Le encantaban sus alumnos que ponían esfuerzo, veía ese sacrificio y los ayudaba; sabía ella que estudiar era la llave para salir de esa pobreza de los setenta, el secreto estaba guardado en la escuela, en esos maestros, y ella, que venía del campo, del sur de Chile, y nos ayudaba entregándonos todo lo que sabía.
Eso era bueno, recibíamos ese regalo llamado educación diariamente, con una frescura   de conocimientos, había una amistad respetuosa entre mi profe y nosotros, los niños pobres.

Uno de mis compañeros nunca usó calcetines, siempre asistió con zapatos de plástico y muchas veces sin cordones; y tenía una muy mala costumbre, caminar con los mocos colgando, se asomaban con el típico sonsonete nasal; entonces venía la profe y le decía con cariño:

-Ya, Colimir. ¿Trajo pañuelo?

Y Colimir la miraba con cara de niño bueno, pero su cara tampoco había visto agua por la mañana y la profe sacaba de su puño, un pañuelo blanquito y lo enviaba a lavarse su cara. Colimir corría feliz, porque sabía que ese diálogo, nunca fue un reto, fue ayuda.

Pobreza en buena escuela, es para tratar de superarla y llegó ese momento triste y ruidoso y se perdió todo, se notó en las casas de todos, en los estudios, al tiempo hubo asientos vacíos y uno se preguntó en silencio: ¿dónde están?

-¿Veamos si podemos ingresar? -le dije a mi compañera que estaba un poco inquieta, como la señora Nelly, que es su madre o mi suegra.

Fue una invitación clandestina, una aventura al mediodía; se alegró con la invitación a entrar, conocer el otro espacio, al otro lado del muro. La entrada aún tiene cerca de diez escalones negros de piedra, no había nadie, los pasillos vacíos, ya no estaba ese bullicio escolar de centenares de niños jugando, corriendo, conversando o comprando en el kiosco, ya no estaba mi profe.

Algunas salas seguían igual, otras cambiaron; el gimnasio, que tenía un inmenso mural mexicano, el que siempre contemplaba tomando mi leche en el típico jarrón de plástico de escuela pobre, ya no está; esos inmensos brazos abiertos, fueron borrados.

La profe una tarde me preguntó:

– ¿Te gusta el mural?  -me dijo. Es bonito, dice mucho, y también lo miro cuando paso por acá-.

Hizo el comentario y se fue, magia docente.

Muchas cosas fueron borradas, hasta que alguien se decida a contar el cuento completo de escuelas, barrios y personas borradas.

Mi profe, desde ese día extraño, ruidoso y triste, en cada recreo, caminaba con su esposo en el patio los quince minutos completos, lo que durara el recreo, caminaban y caminaban. Siempre me pregunté ¿qué hablaron entre 1973 y 1975, el año en que me fui? Pero el daño estaba, fue como la lluvia torrencial y nevada del 71. Ese día no hubo clases y mi viejo fue al quiosco de la esquina y me regaló la revista Cabro Chico de la Quimantú. Dijo que era para que practicara lectura en voz alta; al volver a clases, sirvió la revista: pasé lectura con un siete y mucha nieve.

Seguimos por el pasillo y nuestras zapatillas rechinaban en medio del silencio, subimos las escaleras y llegamos a mi sala, el largo pasillo seguía ahí, pero ya no era el mismo, nada fue lo mismo desde el día de en qué pasaron los aviones por el cielo del patio de la escuela y metieron mucho ruido.

-Aquí nos ponía mi profe –le dije a mi amiga.

-¡¡¡Tomar distancia!!! -decía.

Con nuestro brazo derecho tomábamos un metro de distancia y ella pasaba por el centro de las dos filas pidiendo silencio.

-Ya pues niños, silencio, ¿se comieron un payaso?

Uno de mis compañeros tomaba distancia solamente con su brazo izquierdo, había nacido con la mitad del derecho, pero no le impedía estudiar y menos ser uno de los revoltosos.

Mi profe Nury llegó del sur, de Chiloé, era algo así como la Carmela de la Pérgola de las Flores que venía de san Rosendo, tenía sus enormes ojos azules verdosos. Con esos enormes ojos, nos cuidaba para que fuésemos buenos alumnos, siempre elegante con sus trajes de dos piezas y taco alto, se paraba en la puerta de la sala y pedía al primero de la fila, abriera, todo un honor, el primero para un simple alumno.

El segundo, ayudar con el libro de clases y preguntar cómo estuvieron las notas, toda una hazaña, lograr saber cuántos rojos y cuántos azules, el problema estaba cuando había muchas malas notas, se repetía la prueba, pero con otras preguntas.

La profe habló menos desde el día de la pasada de los aviones, solamente lo justo; cuando no estaba su esposo, me gustaba ir a caminar a su lado, le preguntaba cualquier cosa y ante cada pregunta, tenía una sonrisa, no decía mucho de cómo estaba de salud y siempre decía, bien, y luego un silencio, mucho silencio y la clase.

Mi profe llegó de la Escuela Normal de Ancud, nunca tuve muy claro donde quedaba Ancud, ahora lo tengo un poco más, no mucho, pero más y se notaban esos estudios, esa diferencia en como entregar conocimientos, que es la idea, rara vez la vi enojada, hasta mis compañeros desordenados la hacían reír, sobre todo después de esa fecha. Tenía dos compañeros, hermanos, el Caiceo grande y el Caiceo Chico.

-Caiceo, cállese.

-Caiceo chico, cállese, ¿dígame usted no se cansa de hablar?

-Se callan o hacemos prueba.

Decía eso y volvía de inmediato el orden y el silencio.

Arte de magia de escuela Normal, que terminaba con el desorden y comenzaba el trabajo, una formación importante para Chile en esos años, instrucción mágica que nos sirvió, pruebas en castillos de cartón y no ese papel amarillento nos marcaron.

La profe, de pie junto a la puerta de la sala o caminando entre los bancos, revisaba nuestros zapatos que estuvieran bien lustrados, pañuelo blanco y limpio, que obviamente Colimir no tenía: uñas, pelo corto bien peinado, una verdadera guerra contra los piojos y la pobreza se combate con buena educación.

Ante sus ojos y la sala de clases, pasaron muchos niños chilenos, viejos como yo hoy, de medio pelo y de pelo muy largo, a todos nos trató igual, si éramos sorprendidos en falta, copias para el fin de semana, castigo entretenido.

Su estante era como un cofre lleno de tesoros; toallas, jabones, peinetas, cepillos de dientes, pasta de zapato negra y café, paños para sacar brillo. Había cajas de tizas de todos los colores, una caja de zapatos repleta de lápices de todos los colores y tamaños, otra con gomas de miga para borrar y no romper o manchar nuestros cuadernos, así ningún compañero podía quedar sin hacer sus tareas en clases.

Había respeto, todos nosotros de pie detrás de la silla y el saludo cuando llegaba una visita.

-¡Buenas tardes alumnos!

-¡Buenas tardes, profesora!

Éramos un tremendo coro de alumnos, de todas las clases sociales. Gatica, un atleta del Stade Francais, el poroto Núñez, futbolista de las inferiores de la Universidad de Chile, que llegó a ser seleccionado nacional, el hijo de un locatario de la Vega Central, paseadores de caballos del hipódromo, preparadores de los mismos caballos, empleados públicos, es decir, éramos un arcoíris de vidas, cuarenta y cinco alumnos en una sala amplia, bien iluminada, con grandes ventanales y donde la profesora se lucía en sus clases y todos atentos y risueños.

Nos enseñó las primeras letras de forma entretenida, con ganas de que las cosas nos resultaran bien, tengo claro que no fue un trabajo para ella, fue vocación, juntar bien las letras y que aprendiéramos a usar bien los números fue su gran objetivo.

Mi madre guardó esos viejos cuadernos con recortes de una época gloriosa, palotes por letras las que aún aparecen dibujados como el mural, cuadernos empastados y forrados con paños azules y que la profe firmó con su mano tareas bien realizadas.

Se sentía su elegancia docente; haciéndonos clases nunca la vi empolvada por la tiza, los de la primera fila, siempre quedábamos blancos con la borrada.

– ¿No te daba por toser? -preguntó mi compañera.

Tosíamos, pero teníamos el recreo para tomar agua y sacudirnos, momentos memorables, la profesora no daba el permiso, mientras nuestras cosas no estuvieran guardadas, salíamos en orden y volvíamos en un tremendo desorden de energía.

Mientras corríamos por el patio, la profesora caminó por la línea poniente de la cancha de baby con su esposo, un profesor de matemáticas al que los alumnos de cursos más grandes le tenían miedo. Caminaban siempre mirando el piso y ella a su lado, gesticulaban, todos los recreos eran lo mismo entre el 73 y el 75 que me fui, sonaba la campana y se separaban.

En ese patio, con la profesora Nury, nos tocó estar muchas veces de turno, ella hablaba por el micrófono, indicaba que nos formáramos, siempre igual, ordenada, siempre elegante ordenando cursos y nosotros, por una semana éramos importantes, algo así como ayudantes. Eso nos permitía ordenar a los jugadores de payaya, monitos a las tapaditas en los pasillos de baldosas amarillas y pichangas con tapas de botellas de bebidas.

Nuestro curso, fue esa mezcla de alumnos de barrio diverso, nos unió una profe exigente y humana, que vibró con nuestro equipo de baby en la semana del niño, ganamos todos los partidos, claro que terminé con las rodillas sangrando y los codos pelados, pero ganamos por la profe Nury. La formación fue los Caiceo, el grande y el chico, el poroto Núñez, Garrido y yo.

Saludos al cielo, Nury Oyarzún, grité y salimos de la escuela hoy vacía como el barrio y nos fuimos corriendo de regreso a casa.