Por Alejandro Zambra

Había que escribir un libro. Todo el pueblo lo sabía, porque aunque suene improbable o extravagante, a veces las cosas se solucionan así, escribiendo libros. Unos cuantos duques, barones y humoristas sentenciaban que no era necesario, que bastaba y sobraba con el libro viejo que el extinto monarca había dictado a sus colaboradores más cercanos y calvos. Pero el pueblo insistía, y a veces de malas maneras. En realidad el pueblo pedía otras cosas, muchas cosas, todas las cosas, pero también pedía que de una buena vez se escribiera ese libro que eventualmente contribuiría a solucionar otras cosas, muchas cosas, todas las cosas. Y llegó el momento en que hasta los marqueses, vizcondes y animadores de televisión se vieron obligados a aceptar que ese libro fuera escrito.

Y entonces vino el apasionante y espinoso asunto de discutir quién lo escribiría.

Lo natural era encargar esa labor a los escribanos y a los monjes copistas, que al fin y al cabo eran los escritores profesionales del reino. La sólida idea de una comisión de expertos chocaba, sin embargo, con la líquida realidad. La rebeldía del pueblo parecía incontrarrestable, como latamente se discutió en una cena bastante distinta de los tradicionales banquetes de palacio: en vez de fastuosos y sofisticados platillos, hubo democráticos barros lucos con palta, tomate y mayo casera; los vinos caros y manhattans resultaron menos requeridos que las bebidas energéticas; y en lugar de postres, abundaron los expresos triples, las milagrosas fluoxetinas y las pintorescas pastillitas de carbón.

Mejor acelero, porque el plebiscito es el domingo:

El pueblo decidió que no fueran los expertos escribanos quienes quedaran a cargo del libro, sino un inédito grupo de trovadoras, juglares, caballeros, taumaturgas, carmelitas descalzas, cronistas de Indias, leyendas del ajedrez, novelistas de ciencia ficción y abogadas constitucionalistas, además de los típicos colados que en Chile abundan hasta en las reuniones de apoderados. A casi todos los duques y a algunos vizcondes esta decisión les pareció un sacrilegio. Lo que peor les cayó fue que los así llamados comisionales prefirieran identificarse no como escribanos, ni como escribidores ni como escritores, sino como personas-escritoras, y que a la banda se sumaran representantes de los pueblos sometidos, que hasta se permitieron la insolencia de lanzar unas cuantas frases en sus lenguas arrasadas a la hora de abordar el único tema en tabla: la felicidad de Chile.

Hubo una larguísima temporada breve en que los comisionales se dedicaron a discutir la discusión y a tocar en la guitarra canciones bastante buenas. Pero mientras hablaban y cantaban huía el tiempo, así que tuvieron que encerrarse veinticuatro/siete a sostener discusiones emocionadas y emocionantes, furiosas, fundamentales. Y a pesar de la premura también consiguieron hablar, por primera vez en la historia del mundo (creo), del porvenir de la atmósfera y del cielo nocturno, de la felicidad de los árboles, de los océanos y de los animales, en particular de los gatos, cuya felicidad se me ocurre que de algún modo ha estado siempre garantizada, o ha sido siempre, más bien, un enigma precioso. Y de los perros, que son tan fieles.

Así que, de pronto y en tiempo récord, ese libro existía. Y era genial y caótico, como creo que dijo Raúl Zurita; y era tan hermoso y tan disparejo como la Cordillera de los Andes, hubiera dicho Nicanor Parra. «El texto nos deja la imagen de un país que se reconoce al fin sin la máscara del hielo para constatar lo que somos y lo que fue negado por escrito durante cuatro décadas», escribió Alejandra Costamagna.

Así que de repente todos leíamos el libro.

¿Había pasado eso antes?

¿Todos leyendo el mismo libro?

¿Todos leyendo el libro que escribimos nosotros?

Bueno, no todos lo leyeron. Anoto al pasar, para quienes no lo leyeron, el siguiente resumen ejecutivo: este libro habla de un país donde todos tendríamos tiempo para leer el libro que solo algunos alcanzamos a leer.

La verdad es que hubo quienes ni siquiera pudieron empezarlo: lo tuvieron en el velador durante semanas, y cada mañana se prometían a sí mismos emprender la lectura, pero la noche los pillaba cansados y el sueño los vencía. Y también hubo quienes decidieron de entrada no leerlo, porque no tenían tiempo, o porque no tenían ganas. Pero algunos que no tenían tiempo y sin embargo tenían ganas, se hicieron el tiempo y leyeron el libro de pie en la micro, o en la fila de la farmacia, o en la sala de espera de la peluquería, del hospital, de la financiera.

Queríamos leerlo en soledad, llegar a ese estado de concentración absoluta en que olvidamos que estamos leyendo y el tiempo sucede de otra manera. Pero era difícil concentrarse. No por el ruido. Lo que conocemos como silencio es una forma familiar del ruido, y por supuesto incluye la comparecencia de los pájaros y el rugido del mar y la tele prendida de los vecinos; pero este era otro ruido, más molesto, más jodido.

Porque alguna gente que había leído el libro, o que decía haberlo leído, anunciaba a gritos que era mejor no leerlo, que no valía la pena. A veces pasa que nadie pregunta pero alguien responde, y entonces tenemos la sensación de haber preguntado. Queríamos leer, nada más, y luego tal vez comentar el libro entre amigos, en familia, ojalá en el contexto de una once-comida con dobladitas y dulce de membrillo. Pero no alcanzábamos a empezar a leer cuando ya nos llegaban esas respuestas a preguntas que no habíamos formulado. Eran verdaderas peroratas difundidas a través de megáfonos muchísimo más poderosos que nuestros audífonos (también el libro estaba disponible, para felicidad de los árboles, en formato audiobook). Fue incómodo. Pero sabíamos, presentíamos, que iba a ser así. De un tiempo a esta parte, todo es incómodo. Los últimos cuatro mil o cinco mil años han sido particularmente incómodos.

Lo horrible fue que luego algunos —no todos, profe— salieron a decir que el pueblo sería incapaz de entender el libro. Tal cual. Lo dijeron personas comunes y corrientes que no quisieran nunca ser consideradas comunes ni corrientes, porque creen poseer la virtud intelectual de leer entre líneas sus miedos en cualquier cosa que les pongan por delante, pero sobre todo creen tener derecho a desalentarnos, a intimidarnos, a hacernos marullo.

Hicieron lo posible para evitar que leyéramos el libro, y hasta nos prometieron que en el futuro escribiríamos otra, otras, muchas constituciones, que nos convertiríamos en expertos en producción de borradores, hasta llegar a un libro sensacional que hasta podríamos exportar, cobrando los respectivos derechos de autor. Sería una Constitución curiosamente idéntica a la que escribirían ellos, redactada sin embargo por nosotros, a lo largo de unas pocas décadas, durante las cuales seguiríamos bailando un pegadizo ritmo marcial. Sería una Constitución tan perfecta que aniquilaría todos los conflictos, ya ni siquiera nos quedarían temas que discutir, tal vez porque para entonces ya habríamos terminado de hacer mierda el planeta.

El pueblo no sabe leer, el pueblo no entiende, todo Chile con promedio rojo en comprensión de lectura. Altanería, condescendencia, clasismo, racismo, calculada crueldad: todo eso molestó y dolió. Quisieron contarnos lo que sabían que no estaba escrito para asustarnos de nosotros mismos. No aceptaron no escribir el libro ellos.

Pero ese desprecio también nos envalentonó: más ganas nos dieron de leer el libro.

¿Habíamos leído, alguna vez, el mismo libro?

No.

¿Tenemos que agradecer que nos invitaran a escribirlo?

No.

¿Le debemos algo a alguien por darnos la oportunidad de aprobarlo o de rechazarlo?

No.

Nunca antes nos habían invitado, nunca antes nos habían pedido la opinión. Pero ahora sucedió. Y ahora es el mínimo. De ahora en adelante ése es el mínimo. Es una buena noticia, para todos.

Ah, por si acaso: Apruebo.

Fuente: ciperchile.cl