De Luis Oro Tapia, profesor universitario. Se formó como profesor de Historia y Geografía de la Universidad Católica de Valparaíso y Doctor en Filosofía de la Universidad de Chile.

Vale la pena detenerse en los vocablos del título de esta nota a fin de disminuir las probabilidades de malentendidos. La palabra agonía suele usarse en el lenguaje cotidiano para significar las horas y minutos previos a la muerte. Pero también tiene otra acepción que —pese a ser infrecuente— es la prístina: significa lucha. El agonista es un luchador, un combatiente, al igual que el ensayista. Bien podría decirse, entonces, que la agonía es una lucha contra la realidad suprema: la muerte. Así, la agonía es el esfuerzo por seguir con vida, es la lucha por la supervivencia. El ensayista y el género ensayo, actualmente, tienen que hacer frente a poderes hostiles provenientes de un espacio que es casi connatural a él: el de la academia.

Pero a antes de precisar contra quién lucha el ensayista es preciso recordar que el sustantivo ensayo proviene del verbo ensayar. Éste tiene múltiples acepciones. La mayoría de ellas denotan la ejecución de una actividad reiterada que tiende a cierta perfección de la forma, la cual siempre es esquiva, especialmente en el dominio de la ejecución musical y de las artes escénicas. También tiene otro alcance que denota la acción de sopesar, compulsar y ponderar algo a fin de formarse una idea de la consistencia, de la valía de ese algo, sea cual fuere su materia. Esta acepción supone tener habilidades de explorador, de cateador —y también de catador— que somete a prueba algo. Ejemplos emblemáticos al respecto son el cateador minero, el ensayador de metales y el catador de vinos.

Ambas acepciones están presentes en la escritura de un ensayo, pues en su elaboración no se descuida la forma ni se escatiman esfuerzos para acrisolar la temática. Más aún, en el género ensayo se ingresa al contenido a través de la forma. No por afán preciosista o meramente estético; sino porque el entresijo —o el fondo, como suele decirse— a veces es tan elusivo que el concepto no basta para aprehenderlo y se debe recurrir a la metáfora para describir, aquilatar o analizar la materia, o sea el asunto que está en discusión. Así, es el contorno el que hace reverberar al dintorno.

El quehacer del ensayista supone perseverancia, disciplina y cierta experticia para someter a consideración —en definitiva, para heñir y domar intelectualmente— una porción de la realidad. Ya sea porque esa partícula le interesa o bien porque es interpelado o, más aún, desafiado, retado, existencialmente por ella. Sólo si tiene dichas cualidades puede habérselas —lidiar— con ese retazo de realidad. En resumidas cuentas, el genuino ensayista tiene algo de agonista en cuanto lucha intelectualmente con un fragmento de la realidad.

El ensayista no siempre ha estado domiciliado en la academia. Michel Montaigne, John Locke y John Stuart Mill no fueron académicos; sí lo fueron Georg Simmel, José Ortega y Gasset y Raymond Aron. La academia no era hostil a los ensayistas. Ahora no se puede decir lo mismo. Se trata de una hostilidad que procede mediante la aséptica exclusión del género ensayo como medio de reflexión y creación de conocimiento. Tal estrategia de la academia neoliberal implica ahuyentar de las aulas universitarias una de las expresiones más vitales del pensamiento. Pero, paradojalmente, esa hostilidad otorga al género ensayo nuevos bríos, como lo hemos visto en el último tiempo, y dota al ensayista de mayor energía agonística.

Si existe una filosofía latinoamericana, ella se ha expresado en el género ensayo. El ensayo carece de la sistematicidad del tratado y de la empalada rigidez del paper. Éstos, a diferencia del ensayo, pretenden encasquetar la realidad o una astilla de ella en un brete, es decir, en un esquema que funciona con sus propias reglas de inclusión y exclusión. Quizás nuestros filósofos son nuestros grandes ensayistas y, precisamente, debido a que son tales, son dispersos, no construyen sistemas ni trabajan como peones de los mismos. Tal vez por eso son marginados por la academia neoliberal.

El ensayista deambula en búsqueda de un saber que apacigüe las dudas que lo agitan, marcha en pos de una verdad que nunca encuentra, al igual que aquellos que buscaban El Dorado o la Ciudad de los Césares. El ensayista es —por vocación intelectual y, sobre todo, por cuitas existenciales— un aventurero del pensamiento. Por eso el ensayista rara vez alcanza su meta, siempre está en tránsito, haciendo y deshaciendo caminos. El ensayista es como un explorador que avanza, por decirlo de algún modo, más guiado por su olfato que por un mapa fidedigno del universo, y si éste existe descree de él, o bien cree a medias en él.

Quizás el ensayo, junto con el diálogo, es el género inherente a la filosofía. El diálogo es un tipo de interacción verbal que prospera después de larguísimas discusiones. Especialmente cuando éstas hacen dudar a los antagonistas de sus propias convicciones. También retoña cuando los lugares comunes y los argumentos convencionales se han agotado y ni siquiera convencen a quienes los esgrimen. Los antagonistas una vez que toman conciencia de la fragilidad de su posición —y, por consiguiente, del estado de orfandad existencial y cognitiva en que se encuentran— se ven en la obligación de buscar ciertas certezas mínimas de manera tentativa. Pero para alcanzarlas es menester explorar las sinuosidades de la realidad, sopesar las evidencias, tantear las nuevas certezas a través de la palabra reflexiva, temblorosa, que a diferencia del discurso dogmático integra las dudas.

Tanto el diálogo como el ensayo tienen cierto matiz de desencanto —o, por lo menos, de escepticismo— frente a la petulancia del racionalismo mecanicista, del esquematismo y de las explicaciones reduccionistas tan típicas del espíritu de sistema. Por eso, los ensayistas rara vez se deslumbran con la musculatura silogística de los grandes sistemas o con la radiante geometría argumental de los papers.

Lo anterior no implica desconocer, en modo alguno, la incontrarrestable hegemonía del paper en la vida intelectual del último tiempo. De hecho, la industria del paper es la factoría insignia de la cultura académica neoliberal. Ella permite perorar sobre cualquier cosa; siempre y cuando el pastiche esté faenado de acuerdo con los cánones de la industria y que otorgue puntaje para el ranking de competitividad; pero sin poner en tela de juicio al ranking mismo, ni a la sensatez de una actividad fabril frenética que no sólo es compulsiva, sino que también, para no pocos académicos, suele ser repulsiva. En tal industria aparentemente impera el laissez-faire; pero en estricto rigor no es así, porque impone, entre otras cosas, un modelo de razonamiento, un formato de citación, un tipo de escritura, de exposición de las ideas, un ritmo de lectura y hasta de respiración.

El ensayista dialoga permanentemente consigo mismo, está en tensión con él y con sus circunstancias. El momento de la escritura es sólo un remanso transitorio, algo así como una tregua interior, un cese temporal de hostilidades entre las facciones intrapsíquicas en pugna que viven en perpetua guerra civil. Cuando una de las facciones se impone de manera definitiva muere el ensayista y se yergue el doctrinario, el poseedor de la verdad inconcusa.

En ese momento el filósofo deja de ser tal y se transforma en gurú o, simplemente, en ideólogo. Sus discípulos y turiferarios devienen, a poco andar, en eruditos y pedantes. El triunfo de la verdad, con sus respectivos zelotes y glosadores, conlleva al encumbramiento de los tratadistas y más recientemente de los industriales del paper; lo cual implica el ostracismo de los aventureros del pensamiento y, obviamente, la depreciación del género ensayo.

El académico Luis Oro Tapia ha publicado Max Weber: la política y los políticos (Santiago: RIL 2010), El concepto de realismo político (Santiago: RIL 2013) y, más recientemente, Páginas profanas (Santiago RIL 2021).
Su texto sobre el Ensayo como «agonía» (en su sentido de lucha y combate) apunta certeramente a la discusión sobre la escritura académica.