Por Diego Muñoz Valenzuela

No me había hecho ningún daño, ni siquiera me caía mal, pero decidí traicionarlo. Así, porque sí nada más, para probar el sabor de la perfidia. Tal vez esa fue la tentación que consumió a Judas, pienso. Planeé cada ínfimo detalle de la trama destinado a hundirlo: una estructura tan perfecta como maligna. En el último instante, cuando sólo restaba poner en acción aquella sofisticada maquinaria destructiva, vacilé arrastrado por consideraciones morales. Tal fue mi perdición, pues justo en aquel momento, él puso a funcionar el complejo mecanismo para aniquilarme. Heme aquí, prisionero, abandonado, paupérrimo. Arrepentido de mis absurdos resquemores.