MI NOMBRE ES SALVADOR ALLENDE

Por Martín Faunes Amigo

LA PRIMERA REFERENCIA QUE TUVE SOBRE SALVADOR ALLENDE la asocio con fuerza a mi abuelo, el padre de mi madre. Arrodillados junto a él, lo vemos morirse en su marquesa de bronce, la misma a la que le robábamos bolitas de perillas para jugar a la hachita y cuarta. Unas pocas horas antes él mismo nos había dicho a mí y a mi hermano Ricardo que moriría contento, porque ese día iba a ganar Naranjo en Curicó y eso no podía significar sino que Salvador Allende llegaría a la presidencia en el sesenta y cuatro.

Yo sé que, así como lo narro, podría parecer dramático o aún melodramático, pero créanme que estuvo lejos de algo como eso. Imaginen que antes de que nosotros nos encogiéramos de hombros, como diciendo «y a nosotros qué nos importa el tal Naranjo o el tal Allende», él prosiguió diciéndonos que se abrirían perspectivas inmensas, «sobre todo para los niños humildes de este país, incluyéndolos a ustedes chiquillos, que son aplicados y hermosos».

La verdad es que yo no encontraba que fuéramos ni muy aplicados ni muy hermosos y, para ser sincero, ya que iba a morirse, a pesar de ya estábamos más grandes, habría preferido que nos contara alguna de esas narraciones maravillosas que él mismo nos inventaba y que a nosotros nos gustaban tanto. Tal vez esa que nos hubiera contado aquella vez se nos habría quedado marcado para siempre en el corazón o en el cerebro. No obstante, ya que él se empeñaba en hablarnos cosas «de aún más grandes», lo escuchamos con respeto y permanecimos con él hasta que llegaron esos señores de negro que no habíamos visto jamás y lo pusieron sobre una tarima de madera con crucifijos y luces eléctricas, burdas imitadoras de velas. Hago notar que esa tarima, burda también, tenía tornillos por los costados y ningún ensamble de espiga o cola de milano. El tata, profesor jubilado de una escuela industrial, nos había enseñado en su taller que la madera perdía la nobleza con clavos o tornillos y que los muebles buenos se armaban sólo con ensambles, tarugos y cola y así su nobleza perduraba y se acrecentaba con los años.

Lo recuerdo como ayer. A la salida del cuarto, mientras yo trataba de encontrar una respuesta a por qué al tata recién muerto lo subían a esa mesa y lo ponían en ese ataúd sin atributos de nobleza y, además con crucifijos -que yo supiera el tata jamás fue a ninguna misa-, Ricardo me preguntaba por el significado de la palabra «humilde», y a qué se refería el tata con lo de Allende. Le contesté así nomás, escueto, una respuesta de doce años: «que ya no va a haber más niños pobres, porque cuando gane la presidencia Allende se va a preocupar de que la pobreza no exista».

Esa noche, muchachos más grandes y gente contenta, salió a celebrar con bombos «¡Hoy Naranjo, mañana Allende!», y nosotros con Ricardo salimos a celebrar con ellos porque por algo ese Naranjo y el tal Allende eran los candidatos del tata, y el tata era el tata: no había nadie en el mundo mejor que nuestro tata, no importaba que ya estuviera muerto, la gente buena vive para siempre.

Digamos entonces que el tata se fue contento, convencido de que Allende sería presidente en un año más, bien por él. Desafortunadamente, tras su muerte y tras el triunfo del socialista Naranjo, a eso le llamaron “el naranjazo”, en mil novecientos sesenta y cuatro no ganó Allende. Hubo gente rica y poderosa que habló por las radios diciendo que Salvador Allende convertiría al país en una desgracia y que por eso había que votar por un tipo de nariz prolongada que evitaría calamidades. Asustaron de esa manera a las personas y evitaron que se cumpliera el sueño de nuestro tata. Esa gente además puso carteles donde aparecían tanques disparando contra La Moneda.

«Suerte que el tata murió antes de que derrotaran a Allende, así por lo menos no tuvo la pena de saberlo», nos dijimos con Ricardo. Y pasaron algunos años, Allende vino a La Serena para apoyar a candidatos a diputados de la izquierda, y con mi hermano fuimos a verlo.

«Buenas noches, compañeros, mi nombre es Salvador Allende», así empezó su discurso. Lo único que me nace decir de aquel encuentro fue que todo eso maravilloso que Allende exponía era sólo comparable con las cosas que nos hablaba el tata, todas espléndidas. Habló de un proyecto de país majestuoso, tanto que parecía irrealizable:

«Yo los invito a luchar por esto que parece una utopía, pero no se engañen, porque esta utopía está a la vuelta de la esquina».

Así decía Salvador Allende y mi hermano me preguntaba «¿qué es una utopía?». Yo sin estar muy seguro le respondí que era algo hermoso, pero casi imposible de obtenerse. Una brigadista de pañoleta verde agregó sin que nada le hubiéramos preguntado: «pero es algo tan hermoso que, aunque no se obtenga, vale la pena luchar por obtenerlo, porque ya el comprometerse en esa lucha y darla es algo maravilloso».

Eso no fue todo. Al término de esa ceremonia que no podré dejar de volver a sentir en el corazón, vendría otra también muy sublime, pero tenía un sentido diferente, aunque tal vez no. En cuatro años los niños cambian mucho, y si bien mi hermano menor no había cambiado tanto, yo sí, y esa brigadista que me había ayudado a definir la palabra «utopía», que por lo demás, reconozco que me había quedado mirándola, vino a preguntarme por la calle Pedro Pablo Muñoz, “una frente a un gran parque en La Serena que me han dicho es muy lindo, y que yo no conozco porque no soy de aquí sino de Ovalle». Así me dijo con su pañoleta y su cabellera suelta al viento, y mi hermano debió devolverse sólo a nuestra casa. Yo acompañé a la niña que quiso sentarse un rato a mirar cómo el sol se hundía en el océano. Y después de que yo, torpemente, le hiciera el amor debajo de unos matorrales, se despidió diciendo «sabes poco de mujeres, pero igual eres rico».

Cuando en mil novecientos setenta, Salvador Allende era el candidato a presidente de la Unidad Popular, el grupo político al que yo pertenecía no deseaba votar por él, pero no porque de manera particular no quisiéramos a Salvador Allende, sino porque ese grupo de mentes brillantes que éramos nosotros –lo digo sin sarcasmos-, no creía en las elecciones ni en las vías muy pacíficas. Sin embargo, discutíamos intensamente sobre la posibilidad de apoyarlo con fuertes detractores y también con algunos que pensaban que el pueblo tenía una oportunidad y que esa oportunidad tenía que ser aprovechada. Yo que no estaba con ellos sino con los primeros, es decir con los detractores, fui el que por azar tuvo que abrir la puerta después de que escucháramos en ella tres golpes bien dados.Mi hermano menor, Ricardo, para entonces dirigente de las juventudes comunistas, apareció en el vano junto a un grupo de militantes de su partido acompañando a un hombre no muy alto que con actitud y mirada serena saludó diciendo:»Buenas noches compañero, mi nombre es Salvador Allende» y, ante el mutismo en que yo caí, agregó:

«¿Me permite la pasada?». Y pasó, simplemente pasó mientras yo murmuraba un tímido y tardío «adelante». Él a continuación pidió con un gesto a quienes lo acompañaban que lo esperaran en el pasillo. Se dirigió entonces a la cabecera de la asamblea y pidió la palabra, para, tras presentarse de manera breve, luego de unas cuantas frases sobrias entró a explicar de manera convincente por qué el pueblo tenía en mil novecientos setenta una posibilidad de cambiar su historia y yo no pude sino cambiar de opinión y apoyarlo.Y no sólo yo, se acordó decretar libertad de acción, y de esa manera casi todos en el MIR votamos por Salvador Allende y pedimos que votaran por él también a las personas que estaban con nosotros. Contribuimos así con su victoria y a una de las pocas victorias que ha logrado celebrar el pueblo chileno, siempre tan vapuleado.

Esa noche de septiembre mi hermano quiso saber si era como él creía, esto es, que yo habría votado por el Compañero Allende en homenaje a nuestro tata. Le respondí que no, que sólo por convicción, aunque hoy reconozco que ahí había también un atisbo de homenaje al abuelo, no puedo negarlo.

Pocos meses después nació mi hijo mayor. Vivíamos rápido en esos tiempos, demasiado rápido. Estudiaba en la universidad y hacía clases en la Escuela Industrial de Maipú. Mi compañera se multiplicaba también trabajando y estudiando. No ganábamos mucho, pero a ese chiquillo jamás le faltó su leche. Una vida simple y comprometida, así vivíamos. Tenía razón el tata, había gente pobre en el país pero que las cosas mejoraban era evidente, y entre esas mejoras la más importante que hago notar es la de la esperanza. Lo explico así sencillo: con Salvador Allende, sobre todo en ese primer año suyo, se pudieron concretar medidas importantes que más allá de aportar beneficios inmediatos dejaron ver en los humildes posibilidades que aportaban esperanza, y esa esperanza, un sentimiento nuevo para las inmensas mayorías de postergados, se podía ver, oler y sentir en los barrios, en los campos, en las escuelas, en los cordones industriales.

Mi partido sin embargo era de opinión de que la gente rica no podría soportar así nomás que les arrebataran el poder y sus privilegios y que ellos algo tendrían que hacer al respecto, y que ese «algo» no iba ser noble ni bueno e iba a comprometer a las fuerzas armadas de manera inexorable. De hecho, estábamos más que convencidos de que el golpe que finalmente dieron, lo venían preparando desde mucho antes, desde cuando Frei estaba en la mitad de su mandato, e incluso desde andes, desde mucho antes de eso.

«Son el brazo armado de la burguesía», decíamos, claro que mi hermano no creía en eso y me porfiaba diciendo que la nobleza de Salvador Allende iba a imponerse. Yo quería creer en esas palabras suyas, pero me parecía demasiado evidente que no bastaba con la nobleza y con las buenas intenciones por querido que fuera nuestro gobernante: “tarde o temprano los ricos van a querer seguir siendo ricos, aunque estén lejos de ser pobres”, le argumentaba. Y así se fue presentando: esos ricos derrotados en las elecciones de diputados del setenta y dos, al parecer tuvieron claro que no podrían recuperar la presidencia por métodos legales, ni tampoco por acciones semilegales como el acaparamiento y el desabastecimiento o las huelgas patronales, tendrían por eso que dar un golpe de estado. Fueron días terribles en que nos preparábamos para una resistencia que no tenía una real posibilidad de parar a los golpistas si estos lograban convocar a la mayoría de las fuerzas armadas, que fue lo que ocurrió en definitiva.

Cuando unos días después del golpe, ya con el Compañero Salvador Allende asesinado, pudimos encontrarnos con mi hermano, le enrostré su equivocación y la equivocación del tata y la del propio Compañero Allende: «ustedes con su postura legalista inmovilizaron al pueblo». Por supuesto Ricardo se defendió y me sacó en cara el que nosotros con nuestro rupturismo habíamos apurado el proceso. Nuestra conversación se convirtió en una discusión estéril que jamás tuvo término, aunque ya qué importaba: los golpistas de la ultra derecha nos había derrotado, eso era lo verdadero y nunca sabríamos quién tuvo la razón o si los dos la habíamos tenido en parte; pero sí digo que aquella escena de los carteles con tanques disparando a La Moneda puestos por esos del sesenta y cuatro, no sólo se había hecho realidad, sino una realidad multiplicada por bombarderos desde el aire, aunque esos tanques y esos aviones no pertenecían a Allende ni a los soviéticos como lo mostraban las imágenes mentirosas, tampoco a los cubanos, sino a los militares chilenos, servidores de esos propios ultraderechistas que de alguna manera habían adelantado una visión de la historia futura que después de todos esos años acontecería.

Hoy, viendo cómo la figura del Compañero Allende se agiganta, y en paradoja la del tirano que lo derrocó se envilece, no puedo sino asegurar que la utopía que Allende representaba continúa vigente, y que más allá de maderas nobles, todo indica que ese compañero estaba hecho con tarugos y ensambles, y que el dictador tenía la cabeza con tornillos y clavos cuyo destino no era otro que oxidarse y romperse. Tal vez esta sea la peor derrota del dictador y lo que más le pese, el deterioro que provoca la vileza. Es que Allende estaba hecho de la mejor artesanía, tal como nuestro tata y como Ricardo que se fue temprano en el setenta y cuatro. Se fue, pero continúa vivo y vigente como nuestro abuelo y como Salvador Allende, el compañero. Se fue triste mi hermano, no tuvo como nuestro tata la felicidad de no saber de Allende derrotado. Se fue sabiéndolo y en el peor momento represivo de la dictadura. Sólo espero que si el cielo existe se haya encontrado allá con nuestro abuelo, pero antes, al llegar junto al portal hipotético de aquel cielo hipotético, tal vez del Oriente Eterno, un hombre no muy alto y de mirada serena, tras abrirle la puerta le haya dicho: «Mi nombre es Salvador Allende, tenga la bondad de pasar compañero».

“Mi nombre es Salvador Allende”, fue publicado por primera vez en “Diferentes miradas: Las historias que podemos contar, volumen dos”, Cuarto Propio 2006, posteriormente, traducido al italiano por Danilo Manera apareció en la antología “Salvador Allende e La memoria ostinata», Feltrinelli Editores, Italia, 2007, y en “Chile: Historias que debemos contar”, Monte Ávila, Venezuela, 2009.