Por Armin Quilaqueo Vergara, profesor y abogado

Una pregunta que parece recurrente en el vecino país del norte y que hoy cobra nuevamente vigencia, pero cuya respuesta sigue pendiente. La estrepitosa caída del presidente Pedro Castillo Terrones ha dejado un país convulsionado que vuelve sobre su pasado reciente plagado de inestabilidad política y una cultura de la corrupción, que como una enfermedad debilita y corrompe el cuerpo social y sus instituciones desde los albores de la República (2).

Hay coincidencia entre los mismos analistas peruanos en reconocer la debilidad de las instituciones permanentes, con partidos políticos muy fraccionados y un sistema político cuya dinámica deja fuera, por voluntad propia, a los sectores sociales que concentran el poder económico por lo que su incidencia en las políticas públicas es en los márgenes del sistema y a través del soborno, muchas veces con cierto desparpajo.

Un Estado institucionalmente débil, ausente o más bien lejano a la realidad en las provincias hacen que los ciudadanos terminen resolviendo sus necesidades fundamentales recurriendo a su propio esfuerzo y la solidaridad comunitaria, sin auxilio del Estado, acentuando su divorcio de la actividad política que se ve lejana e indolente, especialmente en ese Perú profundo. Lima metropolitana, tiene su propia realidad y dinámica presa del centralismo mira con cierto desdén a ese otro Perú, el de provincia, el Perú olvidado.

El destituido Pedro Castillo Terrones, viene de ese Perú profundo, llega a la presidencia tras una lucha electoral que buscaba restablecer la normalidad institucional luego de la transición encabezada por Francisco Sagasti Hchhausler que asume la presidencia tras la fallida y breve administración de Manuel Merino. En segunda vuelta supera a Keiko Fujimori por estrecho margen, con el apoyo mayoritario de las provincias, era un representante de la izquierda, un maestro de escuela rural, así el “chotano” se imponía a los representantes de la política tradicional peruana.

Pero como ya sabemos, en nuestra experiencia latinoamericana, no basta un discurso político que reivindique demandas legítimas o la promesa de transformaciones que tienen un apoyo mayoritario, es necesario superar los obstáculos que forman parte de las estructuras y que condicionan el ejercicio del poder. Bajo esa premisa, un proyecto político requiere una estrategia, una coalición lo suficientemente fuerte y cohesionada para enfrentar, dentro de las reglas democráticas, la resistencia y oposición a los cambios, sin olvidar factores variables y que son muy difíciles de controlar como las coyunturas sociales, económicas e internacionales, entre otras, que pudieran incidir en un proceso de transformación de esa naturaleza.

Una lectura adecuada de la realidad debe considerar los factores que se mencionan más arriba y que obligan a adecuar la estrategia política a un contexto variable sin que ello signifique perder el objetivo final o, derechamente, resignarse a ser parte de un proceso longue durée, con la humildad que significa reconocer que se habrá contribuido a generar las condiciones jurídico-institucionales para los cambios que otros, en el futuro, deberán implementar.

En mi modesta opinión, la caída del ex presidente Pedro Castillo Terrones tiene mucho de esa incapacidad para leer la compleja realidad peruana y el contexto histórico en que le tocó asumir la presidencia. Como suele suceder, el verdadero poder no está necesariamente o únicamente en el cargo de autoridad que se ejerce, muchas veces el verdadero poder actúa en las sombras o en otros espacios o sectores cuya determinación importa más que la fuerza material o formal que se ostenta.

A poco andar la administración de Pedro Castillo dio muestras de flaqueza, con una coalición de partidos débil, con liderazgos de dudosa reputación y con un equipo de gobierno con una discutible capacidad política y profesional. Un relato político incapaz de imponer agenda y dirigir el proceso, unido a cambios sucesivos de integrantes del gabinete que unido a denuncias de corrupción dentro de su círculo más cercano paralizaron su administración perdiendo con rapidez su acotado capital político.

Las denuncias de sobornos y compra de cargos alcanzaron a su propia familia; sus sobrinos, colaboradores, asesores y hasta ex ministros pasaron a la clandestinidad o lo que sus abogados calificaron como “a buen recaudo”. Las pruebas y declaraciones de testigos, colaboradores eficaces, fueron minando su defensa y terminaron con una acusación de la Fiscalía Nacional ante el Congreso de la República. A esa altura, la crisis había escalado a tal punto que involucraba a toda la institucionalidad del Estado, por lo que cualquier “error” dejaba a Pedro Castillo en jaque mate.

El mismo día en que se votaría un nuevo pedido de vacancia, que es la forma como el Congreso de la República puede destituir al Presidente de la República según el orden constitucional peruano, y prestaría declaración un colaborador eficaz ante una comisión investigadora del Congreso, el presidente Pedro Castillo en un discurso por cadena nacional anuncia el cierre del Congreso, la intervención del Poder Judicial, el Ministerio Público, la Junta Nacional de Justicia y el Tribunal Constitucional para instaurar un “gobierno de emergencia excepcional”. A todas luces, una jugada difícil de comprender sin el apoyo de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional y sin piso político para transgredir el orden constitucional.

Su decisión al estilo de Fujimori, pero sin el éxito de éste, determinó su caída a poco andar; ya sin poder, sus propios escoltas lo detuvieron antes de alcanzar las puertas de la embajada mexicana en Lima que lo esperaba para otorgarle el asilo político. Era el error que esperaban sus detractores y buena parte de la sociedad, cansada de la falta de liderazgo y conducción del gobierno, de las denuncias de coimas a funcionarios de alto nivel, junto al mal uso de fondos públicos todo amplificado por cierta prensa que aportó su parte para minar el acotado capital político del depuesto presidente.

Terminaba así una aventura que dio esperanza a buena parte de ese Perú olvidado que, de uno u otro modo, Pedro Castillo encarnó, pero que también contribuyó a lapidar. Por su parte, el error de la clase política que celebró la caída de Pedro Castillo es, de algún modo, el mismo y la crisis se trasladó a las calles y provincias, con violencia y muerte que la sufren los mismos de siempre. La nueva administración de Dina Boluarte está en un callejón sin salida, con reglas constitucionales que impiden una salida democrática en lo inmediato y una clase política que se resiste a abandonar su cuota de poder a pesar de la demanda generalizada para que: “se vayan todos”.

Sin cambios institucionales de fondo, sin proyectos políticos realistas y sin una renovación de la clase política dirigencial, tanto de izquierda como de derecha, que se han visto envueltos en escandalosos actos de corrupción y malversación de caudales públicos, me temo que las cosas no cambien demasiado y quizás la pregunta que hoy deben hacerse los peruanos ya no es ¿en qué momento se jodió Perú? Sino más bien ¿por qué razón se jodió Perú?

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1 La frase más famosa de “Conversación en La Catedral», la novela que Mario Vargas Llosa lanzó en 1969.
2 Quiroz Norris, Alfonso. “Historia de la Corrupción en el Perú”. Lima, IEP; Instituto de Defensa Legal, 2013.