Aclaremos que este subtítulo no se refiere a aquella sección áurea a que aspiran los artistas; el punto de equilibrio apolíneo, sino a la opción de no aspirar en lo político como en lo social, más que a la mediocre conformidad de una modesta medianía.

José Miguel Neira Cisternas
Profesor de Estado de Historia y Geografía
Magíster en Historia y Ciencias Sociales

Revisado enero 2023

Los medios de comunicación más representativos de la derecha chilena ofrecen, de un modo cada vez más continuo, espacio a reflexiones inusuales respecto de su habitual mensaje conformista ante el actuar de sus propios gobiernos. Una evidente incomodidad se deja entrever al interior de ese sector, en los cuestionamientos que algunos de sus columnistas han comenzado a exponer desde los últimos años del segundo gobierno de Piñera, en medios tradicionalmente contrarios a toda forma de “progresismo” o liberalismo radical como son El Mercurio, La Segunda y La Tercera.

En este complejo e insatisfactorio escenario, el mayor temor de esos sectores gobiernistas (que representan al 10 % dueño de más del 40% del ingreso nacional, sector consolidado en sus privilegios tras la instalación del modelo neoliberal por la dictadura), es a tener que asumir de manera incómoda, demandas populares insatisfechas que, a esta altura, resultan ya impostergables, por lo que los más conscientes de este desafío se ven forzados a sobrepasar la ineficacia de los argumentos tradicionales de la élite empresarial que los sustenta. Así, mientras Carlos Cáceres exministro del Interior de Pinochet lamenta que se haya perdido “una auténtica amistad cívica” (refiriéndose a la cohabitación de los años noventa) al instalarse un ambiente de creciente confrontación, Felipe Kast parece representar nuestro argumento inicial, dando entender que es urgente hacer algunas reformas, y en ello no parece dispuesto facilitar las cosas a la derecha pinochetista representada por su tío, al señalar enfáticamente que, “no vamos a permitir que Chile Vamos se transforme en un proyecto de extrema derecha.” (El Mercurio, Reportajes, domingo 28 de julio de 2019 págs. 8, 9 y 4 respectivamente).

Diversos columnistas han comenzado a alertar desde los medios descritos, acerca de este desafío. Los movimientos sociales, sucedáneos de los partidos de la izquierda tradicional como canal de las demandas populares insatisfechas, parecen temerosos de tomar iniciativas que sobrepasen la mera protesta, al punto que desaprovechando las exigencias del momento, comienzan perder fuerza protagónica en la medida en que aquello que desde la calle instalaran en la conciencia de muchos, hoy, como un pie forzado, comienza a ser asumido por actores políticos partidistas que, mediante simples “parches” o soluciones cosméticas, aspiran a superar su irrelevancia y a recuperar parte de la influencia electoral perdida, dirigiendo preferentemente sus discursos hacia el rescate electoral de una imprecisa y movediza “clase media”.

Como ejemplo de lo anterior, el gobierno de Piñera, tras una activa campaña comunicacional que incluye altas dosis de chantaje emocional, logra a comienzos de julio de 2019, aprobar, con votos de radicales y democratacristianos, la tramposa idea de legislar para corregir el modelo previsional impuesto por la dictadura y su hermano hace cuarenta años, usando como señuelo, el propósito de imprimir un aumento a las pensiones más bajas. La mayor parte de la oposición, recordemos, rechazó la iniciativa tras considerar que mantiene intactos los fundamentos del sistema de Administradoras de Fondos Previsionales AFP, que hiciera de la previsión una indolente fábrica de pobres.

El método de análisis marxista, valorado en su utilidad para la comprensión del conflicto social incluso por algunos de los columnistas más cultos de esta derecha renovada, como Daniel Mansuy, continúa demostrándose rico tanto en sus posibilidades interpretativas como de tergiversación a partir de citas truncas, una práctica favorita de los defensores del capitalismo a lo largo de casi 170 años. Desde nuestro punto de vista respecto de lo que debería ser la preocupación programática y discursiva de las izquierdas para diferenciarse del pantano, entendemos como patrimonio esencial del análisis marxista, al conjunto de sus elaboraciones sobre las distintas expresiones que asume la lucha de clases, que abarcan desde las que hicieran los fundadores del socialismo científico a las de sus continuadores, incluidos Lenin, Kaustky, Rosa Luxemburgo, Trotsky, Gramsci, Lukács, la Escuela de Frankfurt, Foucault, Derrida y el deconstruccionismo, como última corriente de aquello que se ha agrupado bajo la denominación de neo marxismos. La dificultad para asumir dialógicamente todo ese rico acervo, radica en las insuficiencias de la versión estaliniana del marxismo, una rémora que imponiendo la tesis del socialismo en un solo país, subvaloró o negó por más de medio siglo la validez conjunta de estos aportes, desvirtuando de toda su riqueza interpretativa a este cuerpo de análisis mediante la acción de ortodoxos catequistas que buscando justificar modelos autoritarios de corte burocrático como única construcción posible, descalificaron haciendo un uso abusivo y dogmático del revisionismo, toda experiencia diferente, transformando bajo el nombre de marxismo leninismo, un rico instrumento de análisis en un conjunto de relaciones económicas mecanicistas, que negaban validez a experiencias específicas, así como al análisis de temas ajenos a los considerados prioritarios por el Vaticano moscovita.

Toda hipótesis basada en el movimiento dialéctico y continuo de componentes y factores lleva implícito el rechazo de cualquier análisis, concepto o modelo como definitivo. Por ello, en cuanto a la definición acerca de qué deberíamos entender como una clase social, debemos tener presente que El Capital, la obra última e inconclusa de Marx, se detiene precisamente en el capítulo concerniente a las clases sociales.

Precisemos también como un marco teórico que, históricamente, el tema de las clases sociales adquiere en lo conceptual, relevancia e importancia política sólo a fines del siglo de las luces, es decir a partir de Revolución Francesa y los intentos más democratizantes por eliminar toda supervivencia del Antiguo Régimen. Antes de esta experiencia, se calificaba a los estamentos de la sociedad feudal como Estados (lo que ya está, lo estatuido) y, a diferencia de los privilegiados -la nobleza y el clero- afines en cuanto al origen de sus fortunas y beneficios, en el caso del Estado Llano o Tercer Estado, este segmento mayoritario y protagonista del proceso de transformación revolucionaria, reunía heterogéneamente tanto a la alta como a la pequeña burguesía (16%), junto a lo que se denominaba órdenes, corporaciones y gremios, sumados a una enorme masa, invisibilizada en sus aspiraciones concretas, aunque abarcaba a más del 80 % de la población francesa: los sans-culottes o proletarios. En suma, el Tercer Estado reunía aproximadamente a un heterogéneo 98% de la población de Francia.

Tanto la gloriosa revolución inglesa de 1688 (1) como la francesa de 1789, heredera de aquella y a un siglo de distancia, instaurarán el sufragio censitario como medio de elección de sus legisladores, siendo el principal requisito para el ejercicio ciudadano la acreditación de una fortuna considerable, lo que deja sin participación política a pequeñoburgueses que no calificaban económicamente.

La forma censitaria de participación política hace evidente, desde las primeras revoluciones burguesas surgidas bajo el paradigma liberal, una clasificación económica clasista, que reconoce sus antecedente originarios y más remotos en las reformas que Solón aplicara a los atenienses a comienzos del siglo VI a de C., a objeto de aminorar los enfrentamientos sociales que paralizaban la productividad de aquella polis, y que derivaban de una pauperización que conducía a muchos a una esclavitud por deudas, una vez que habían perdido todos sus bienes. Aquel legislador eliminó la esclavitud por deudas (que se recordará con el calificativo de la descarga) y dividió, según la riqueza o censo, a la población del Ática en cuatro clases: las tres primeras contribuyentes y con derecho a voto, mientras la cuarta de los asalariados (thetes) o sin propiedad, quedó exenta tanto del tributo como del derecho a voto. Sólo circunstancias apremiantes ocurridas un siglo después, debidas a la necesidad de que prestaran servicio militar en las guerras pérsicas, le permitirían a esa cuarta clase comenzar a participar de la Asamblea Popular (Ecclesia).

Los romanos, buscando asemejar su historia más remota a la de la primera gran civilización europea, atribuyen al penúltimo de sus reyes etruscos, Servio Tulio, en fecha cercana a las reformas de Solón que ellos llamaron constitución, una reforma semejante, que dividió a la población masculina de Italia en centurias de caballería e infantería, según los bienes que poseían esos habitantes. Acorde con la clase asignada, queda habilitada la participación de los romanos en las asambleas deliberativas; los llamados comicios centuriados. Quien puede acreditar capacidad económica, puede integrar además los cuerpos armados que defienden al país de sus enemigos.

Así, aun reconociendo el elemento económico como el distintivo más antiguo de la diversidad social, cabe insistir en que un único factor o aspecto no es suficiente para tal calificación, sea este el económico u otro de índole cultural, jurídica o política, por mucho que este identifique a un grupo o a un amplio sector social; por ello deben hacerse las distinciones entre sectores socioeconómicos, grupos sociales y clase, como clasificaciones con connotaciones diferentes. En caso contrario, por seculares roles históricos como por actuar culturalmente de un modo semejante, deberíamos considerar a las mujeres como una clase; sin embargo, más allá de sus elementos distintivos y diferenciadores, no se les reconoce ningún derecho, sea en las reformas atenienses del siglo VI a de C., en las constituciones republicanas de Roma del siglo V a de C., o en las que, en el siglo XIII de nuestra era, dieron origen a los municipios medievales o las repúblicas italianas. Tampoco se reconoció derechos políticos a la mujer bajo el más ilustrado y liberal siglo de las luces, resultando negadas tanto en la Constitución norteamericana como en la francesa, gestadas revolucionariamente en el XVIII. Tampoco obtuvieron reconocimiento como sujetos políticos en las Cartas hispanoamericanas del siglo XIX ni en nuestra constitución presidencialista de 1925, todo lo anterior reforzado por los Códigos Civiles que trajo consigo la modernidad y que, en complicidad con las religiones, mantendrán a la mujer, hasta iniciado el siglo veintiuno, en la condición de invalidez jurídica respecto de su cónyuge.

El carácter oligárquico y patriarcal de lo expuesto, como se ve, no se limita a la realidad particular de lo ocurrido en países que emergen tardíamente a la vida republicana. En los hechos, Chile, al igual que los demás países de Hispanoamérica, luego de obtener su independencia a partir de la gesta de 1810, construirá -con todos los defectos y errores que producto de su inexperiencia se le puedan enrostrar- sistemas republicanos sesenta años antes que Francia y cien antes que la mayoría de los demás países de esa vieja Europa de la que nacieran las ideas republicanas, el liberalismo o los sistemas parlamentarios. De modo que si la producción literaria y la de índole historiográfico reflejan las preocupaciones de cada época y lugar, cabe hacer notar que en Francia, protagonista de la más influyente -aunque trunca- revolución burguesa, y junto a Alemania madrinas de la sociología, no aparece ningún libro que aborde como tema lo que es una clase social, sino hasta la publicación en 1920, de Las clases sociales de Arthur Bauer, obra en que puede leerse que “todo el objeto de la sociología se reduce al estudio de las clases sociales, pues son ellas las que producen los hechos sociales”, luego, demostrando de paso no haber tenido en cuenta a Marx, Bauer divide a la sociedad “en clases militares, políticas, administrativas, religiosas, industriales de transportes, etc.”(2), es decir, confunde clases sociales con roles o funciones.

Precisemos al respecto, que las clases sociales no son ni estados, ni grupos impuestos, ni castas, ni agrupaciones de afinidad económica, ni rasgos a partir de la práctica de una u otra actividad pues, pudiendo éstas incluir algunos de estos aspectos característicos, las clases sociales son algo más que cualquiera de aquellas cualidades por separado. Por ello debería llamar poderosamente nuestra atención, que una obra sociológica francesa del siglo veinte, como la anteriormente citada, contenga tal nivel de ambigüedad, habida cuenta de que en ese país venían preparándose aportes destinados a tal definición desde Saint Simon a Proudhon. Por ello, la única explicación para este episodio tangencial, como para otros semejantes a pesar de toda la tinta derramada, es que sólo pueden comprenderse no como resultado de la ignorancia de sus autores, sino como manifestación de un propósito político deliberado; el de intentar confundir desde la cátedra. Tengamos siempre presente que de la negación o el uso erróneo de conceptos sólo pueden obtenerse percepciones erróneas acerca de la realidad, lo que dificulta su toma de conciencia y con ello el deseo o la posibilidad de intentar transformarla.

Así planteado el problema, se comprenderá cuán forzado resulta describir como lucha de clases a manifestaciones de descontento social anteriores a la revolución francesa, aunque en ellas hayan participado grupos con intereses económicos o con aspiraciones políticas definidas, como sería el caso de las jacqueries campesinas en la Francia medioeval, las guerras campesinas en Alemania durante el proceso de la reforma luterana o la primera y más exitosa de las revoluciones burguesas: la gloriosa revolución inglesa de 1688, partera del liberalismo, ideología contraria a los sistemas monárquicos y savia que fecundará el futuro republicanismo.

Trasladándonos al proceso chileno de construcción republicana, resulta necesario comprender que nuestras guerras civiles de la primera mitad del siglo XIX, que culminan siempre con el cambio de un proyecto constitucional por otro, son, en estricto rigor, una expresión de conflictos intraaristocráticos, en que los sectores populares participantes lo hacen como leva forzosa o engañados, en función de propósitos ajenos a su propio discurrir. Como ejemplo de que ninguno de estos episodios podría calificarse como democracia de los pueblos, tengamos presente que Luis Emilio Recabarren, antes de contribuir mediante la sucesiva fundación de periódicos obreros a la construcción de una conciencia proletaria, participó siendo adolescente, en la repartición de panfletos contra el Presidente Balmaceda en los días iniciales de la guerra civil de 1891, haciendo sus primeros aprendizajes políticos en el único partido sin ricos y que, por agrupar a artesanos y funcionarios, podía calificarse como un partido de trabajadores letrados: el Partido Demócrata de Malaquías Concha, agrupación política que abandonará después de dos décadas de militancia, tras su primer acercamiento al ideario socialista durante su estadía en Argentina en la primera década del siglo XX.

Lo anterior no debe sorprendernos si comprendemos que, sólo a partir de la guerra del salitre, será posible la gestación en Chile de sociedades mutualistas y agrupaciones políticas cuestionadoras del orden oligárquico sostenido por los partidos llamados históricos, proceso que conocemos como la cuestión social. Esta conclusión se sustenta en el surgimiento de un proletariado minero que, sumado al aún escaso proletariado urbano, protagonizará un año antes de la guerra civil de 1891, el primer llamado a huelga general de nuestra historia, en momentos en que la administración del Estado era manejada sin contrapeso por los partidos oligárquicos, dado que la política -un “deporte de ricos”- resultaba algo ajeno a los sectores populares, más allá de que algunos años antes, en 1874, se aprobara entre otras reformas liberales, el sufragio universal que, suprimiendo el tradicional sistema censitario, aumentaba levemente el número de ciudadanos en proporción al aumento de alfabetos, como resultado de la expansión de la educación pública. Por ello, tengamos presente que una nueva ley -por bien intencionada que sea su inspiración- no contiene la capacidad de transformar mecánicamente una realidad de larga data.

El reconocimiento -en 1874- de derechos ciudadanos extendidos a toda la población alfabetizada, no era suficiente para democratizar la sociedad, debido a que la alfabetización tampoco era asumida conscientemente como una necesidad por los sectores más depauperados de la población. Los esfuerzos educativos por alfabetizar a más amplios sectores como una tarea de responsabilidad estatal no tendrán carácter obligatorio sino hasta la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria de 1920, por lo que tanto el novísimo Partido Democrático (1887), de gran influencia entre cuadros dirigentes del proletariado, al igual que los grupos anarquistas renuentes a la pugna electoral, no reúnen el respaldo social ni la fuerza para hacer peligrar la administración oligárquica del Estado.

El Partido Radical, paralelo en su declaración de principios a la fundación del Partido Democrático, aspirante a ser el genuino representante de las capas intermedias de entonces, no posee la capacidad de convocatoria ni el propósito subversivo que sugiere su nombre, mera remembranza de las luchas que habían protagonizado treinta años antes sus gestores. El partido de 1888 será fácilmente cooptado por la Alianza Liberal, tronco histórico del que tuvo intenciones de diferenciarse, sin conseguir a través de sus acciones otra cosa que la de ser el sector más “progresista” de las élites de entonces. Así, recién a partir del siglo XX, junto al debate interno que lo lleva a optar por la justicia social, comienzan sus intentos por caracterizar como una sola clase a ese heterogéneo sector de capas medias que aspira a representar, en un esfuerzo propagandístico persistente que continúa hasta el presente.

En el escenario político presente, podemos informarnos no sólo acerca de características y niveles aspiracionales de una heterogénea y movediza clase media en Chile, sino también en países ajenos a la fiebre consumista que nos caracteriza, llegando a hablarse de este sector social como un “grupo más o menos consistente” según el tipo de familias que lo integran, o de niveles socioeconómicos como el ABC1 de clases sociométricas, como sectores “emergentes” o que agrupan a una mayoría de millennials, todo ello como resultado de influencias sociológicas en el campo de las encuestas y las tendencias económicas norteamericanas, responsables también de un uso generalizado de conceptos de escasa validez científica como desarrollo y subdesarrollo acuñado en los años sesenta por Rostow, o los estudios acerca de la movilidad social de Lloyd Warner que, en la misma década, releva como arquetipo de una clase media que progresa, al social climber, el arribista, genuino representante de la mentalidad individualista estimulada por una competitividad alienante.

Han pasado muchas décadas, casi un siglo, y lo que para algún ingenuo puede parecer tan solo un esfuerzo sociológico errático, demuestra en su reincidente uso, su eficacia como atractivo recurso político. En el Chile decimonónico ya se describe a profesionales universitarios, comerciantes, funcionarios públicos y profesores, además de los artesanos independientes, como partes constitutivas de las capas medias, es decir un amplísimo sector que reúne a todos los que se ubicaban entre dos segmentos extremos; el de los ricos empresarios y latifundistas de un lado, y “los pobres de solemnidad” por el otro. En este medioambiente socioeconómico segmentado, los antiguos “liberales rojos”, otrora capitaneados por los ricos empresarios mineros que en Copiapó lideraron la guerra civil de1859, treinta años después, constituidos en el Partido Radical, reclaman para sí la legítima representatividad política de estas capas medias como si estas tuvieran un mismo origen e idéntico propósito político.

Ya avanzado el siglo XX, y a partir del proceso de instalación de la Constitución presidencialista de 1925, por un Arturo Alessandri dotado de poderes propios de un dictador romano, las pretensiones de los “progresistas” ya descritos, apuntarán a identificar a esa heterogénea clase media con un centro político, equidistante de la derecha oligárquica y de unas izquierdas -revolucionarias o reformistas-, que asumen representar las aspiraciones del nuevo siglo, protagonizadas por intelectuales radicalizados, obreros organizados y, en menor medida, por campesinos pobres; en suma, por profesionales y asalariados del emergente proletariado urbano y minero.

Las aspiraciones del Partido Comunista, sumadas a la de intelectuales y asalariados organizados, tendientes a generar -por primera vez en nuestra historia- una Asamblea Constituyente que otorgue un soporte social y democrático a la superación política de nuestra república oligárquica, aprovechando el interregno que genera el abandono del país por Alessandri, tras obtener -a cambio de su renuncia- un permiso constitucional de seis meses en septiembre de 1924, fueron truncadas tanto por la Junta Militar que reemplazó al mandatario ausente el 11 de septiembre de ese año, como por el propio Alessandri, tras su regreso en marzo del año siguiente, hecho posibilitado por un golpe militar y una nueva junta de gobierno, que le permitieron el apoyo sumiso de todos los partidos políticos (incluidos sus anteriores opositores), los que finalmente, deberán asumirlo ya no como el bolchevique agitador y demoledor de 1920, sino como el reformista necesario, el césar civil, destinado a salvar a la república oligárquica del peligro de un estallido revolucionario. El giro en la postura de esos deslegitimados partidos históricos resulta evidente: Alessandri o el caos, por lo que tanto los defensores del excluyente orden oligárquico, como sus detractores, es decir, los radicales -que eran alessandristas-, morigeraron sus posturas extremas virando consensualmente hacia el centro. De este modo, la derecha jugó, momentáneamente, a hacerse invisible, mientras la aún débil izquierda, era acorralada y sus insatisfechos partidarios, forzosamente disciplinados por la acostumbrada vía represiva de un poder militar que respaldaba a Alessandri en la persona de su ministro de Guerra, Carlos Ibáñez del Campo.

En el escenario descrito, como en tantos otros de nuestra historia republicana, resulta evidente que la opción de centro político era inexistente, pero es evidente que la historia oficial recurre, acomodaticiamente, a la distorsión de los hechos del pasado, así como la manipulación política para asimilar como sinónimos, a conceptos que distan de serlo. En Chile había, socioeconómica y culturalmente, por cierto, varias capas medias, pero no una clase media. En segundo lugar, estos heterogéneos sectores sociales difícilmente pueden identificarse mecánicamente con un centro político representado por un solo partido. Por el contrario, el estudio pormenorizado de la historia más reciente, demuestra que de estas heterogéneas capas medias surgieron no sólo los radicales y democráticos de fines del siglo XIX, sino también los líderes de movimientos socialcristianos disidentes de la juventud conservadora y otros, aún más distantes de ese centro, como los artesanos vinculados al anarquismo, los empleados y estudiantes universitarios militantes del nacional socialismo, como también aquellos universitarios del grupo Avance y los masones de la Nueva Acción Pública que luego darán vida a un partido que se proclamó revolucionario, anticapitalista y con vocación latinoamericanista como fue el Partido Socialista. Dicho de otra manera, de los sectores medios surgen también todas las alternativas políticas que, finalizando el primer tercio del siglo XX, buscan llevar a la práctica transformaciones sociales que perciben como profundas y que, al menos en sus inicios, mayoritariamente se manifestaron programáticamente más cercanas a la ruptura que a la búsqueda de consensos.

Notas

1- La gloriosa revolución inglesa de 1688-89, recibe ese calificativo porque, sin derramamiento de sangre consolida, tras el abandono del país por el último Stuardo, Jacobo II (lo que evita una guerra civil como la de 1642-1648 ), una separación definitiva de los poderes del Estado, refrendada en la aceptación del Bill of the Rights (la Petición de Derechos) por su reemplazante y yerno Wilhelm de Orange, con lo cual el futuro Primer Ministro o Jefe de Gobierno corresponderá a la tendencia mayoritaria del Parlamento, por entonces la whig o liberal. Nace aquí el liberalismo político, representado por su máximo exponente el filósofo John Locke y aquella afirmación tan especial de que a partir de entonces en Inglaterra “el rey reina, pero no gobierna”.

2- Citado por Georges Gurvitch en Teoría de las clases sociales. París 1951, Reedición de Cuadernos para el diálogo, Madrid 1971, pág. 9.