Aclaremos que este subtítulo no se refiere a aquella sección áurea a que aspiran los artistas; el punto de equilibrio apolíneo, sino a la opción de no aspirar en lo político como en lo social, más que a la mediocre conformidad de una modesta medianía.

José Miguel Neira Cisternas
Profesor de Estado de Historia y Geografía
Magíster en Historia y Ciencias Sociales

Revisado enero 2023

Será, comenzando el segundo tercio del siglo XX, cuando la polarización ideológica a la que fue empujada Europa como consecuencia de la crisis de los sistemas liberales, sumada al peligro inminente de una segunda guerra mundial, lo que lleve a algunos de estos sectores a adoptar posturas en favor de sistemas totalitarios o -como un mal menor- por la defensa y reforma de los ya debilitados regímenes republicano-liberales. Así, orientados por los acuerdos de la Internacional Comunista, sus partidos lograrán articular solo en tres países (Francia, España y Chile) la política de Frentes Populares, que consigue reunir a los emergentes partidos de izquierda y al partido que siente ser el genuino representante de los sectores sociales intermedios, para vencer en las elecciones presidenciales de 1938, con un candidato del radicalismo, a sus antiguos aliados alessandristas, permitiendo al Partido Radical encabezar tres gobiernos consecutivos que, oportunistamente, oscilarán desde una alianza de centro izquierda antifascista con Pedro Aguirre Cerda, hasta otra de centro derecha que, tras asumir las posturas capitalistas y pronorteamericanas de la guerra fría, declarará con Gabriel González Videla en la presidencia, la muerte cívica del Partido Comunista, colocándolo en la ilegalidad mediante la Ley de Defensa de la Democracia en 1948.

Lo expuesto debería facilitar la comprensión crítica de que el recurrente discurso de “ni izquierdas ni derechas” o el manido argumento de que dichos conceptos políticos corresponden a un pasado obsoleto de triste recuerdo, que dividió a los chilenos, no es algo nuevo y que, históricamente, ha sido empleado por todos los que declarando buscar el equilibrio o su independencia respecto de los extremos, fueron, en sucesivos momentos, oscilantes aliados tanto de la izquierda como de la derecha más violenta, y por ello, cómplices en la consolidación de un Estado capitalista con políticas productivistas y complementarias a la hegemonía norteamericana.

La síntesis histórica expuesta demuestra cómo, a partir de la ignorancia política generada en gran parte de nuestra población mediante décadas de difusión de una historia oficial acrítica, como mediante la eliminación en los planes de estudio de la educación media de las horas destinadas a la educación cívica, el discurso de quienes dicen representar al centro político o a una movediza e inexistente clase media, encubre el propósito inconfesable de mantener con meros retoques, pero en lo esencial incólume, un sistema estructuralmente desigual que garantiza sólo el progreso de unos pocos, incluidos ellos mismos, haciendo uso constante de todos los recursos populistas que atribuyen a sus adversarios: ello es otro ejemplo de la rentable publicidad engañosa, pero aplicado al ámbito de la política. Así como en nuestro pasado inmediato, durante el segundo gobierno de Piñera, se evidencia el propósito de captar el apoyo social de este segmento bajo el publicitado eslogan “Clase media protegida”, ofreciendo paliativos para aquellos que, por sus altos endeudamientos y bajas rentas, se ven desplazados a los límites de la precariedad y aun cayéndose de los bordes, creen integrar “la clase media”. El nuevo gobierno de los gerentes pretendió, sin lograrlo, evitar que cayeran bajo la “línea de la pobreza” que siempre ha bordeado sus vidas. Si preguntáramos a cada alumno o apoderado beneficiario de la educación pública, acerca de la clase a la que creen pertenecer, con seguridad un 90% se verá inclinado a contestar “clase media”; sin embargo, la información que entrega el Registro Social de Hogares muestra que entre el 80 y 90% de esos estudiantes de enseñanza media corresponde a “hogares vulnerables”. La pobreza es un estigma que, como tal, comprende todo lo que no queremos, por tanto, una realidad a disimular o a negar.

Lo anterior obliga a persistir en otorgar claridad a la política: el discurso dirigido a una inexistente clase media es un recurso político de larga data, muy rentable para la derecha y sus circunstanciales aliados. Es un mensaje que pretende representar una visión equilibrada y realista, equivalente a un centro, que garantiza la estabilidad política necesaria para que el país crezca, y que hace eco en sectores que, gracias a la movilidad social posibilitada por el desarrollo de la educación pública, lograron cambiar cuando no de barrio al menos de estatus, dejando atrás la pobreza dura. Un discurso para segmentos arribistas a quienes se les hace temer la pérdida del nivel alcanzado en caso del triunfo político de sectores de izquierda que, en busca de políticas igualitarias, pondrían en peligro lo ya obtenido.

La inmoral práctica del oportunismo político en Chile es tan descarada, que los antiguos radicales que por un siglo se presentaron como legítimos representantes de una elástica clase media y propietarios del centro político, enfrentan desde hace siete décadas una abierta competencia con los sectores más derechistas o abiertamente neoliberales de un partido pluriclasista como el demócrata cristiano, el que, representado por su expresidente, exsenador y exministro de Relaciones Exteriores de Michele Bachelet, Ignacio Walker, pretendió en un caso similar de gatopardismo, cambiarle el nombre que han ostentado por más de sesenta años, de modo que la misma sigla (PDC) pasara a significar Partido Democrático de Centro, en clara disputa por liderar los votos de ese colchón amortiguador de la lucha social, pero compartiendo el mismo discurso de siempre: “evitar la polarización” o “la sobreideologización“ que impiden la colaboración patriótica de las clases, con “un sentido nacional” tan difuso como lo que entienden por “patria”.

Carlos Peña, Rector de la Universidad Diego Portales, en su columna de opinión dominical de El Mercurio, Sección Reportajes del domingo 19 de mayo de 2019, escribió: “El proletariado era, por decirlo así, el problema. La derecha contenía el cambio que su presencia reclamaba; la izquierda lo empujaba; y el centro morigeraba, según las circunstancias, a una o a otra”.

Frente a este oportunismo centrista, cómplice en la consolidación del depredador modelo neoliberal no sólo del medioambiente natural sino también de la convivencia social solidaria -tengamos presente que la derecha gusta de autocalificarse como centroderecha- , sentimos como un deber reinstalar en la conciencia de los trabajadores una identidad con proyecto común, una república democrática de trabajadores, que supere las magras e inestables diferencias de ingresos con que se suele clasificarlos y subdividirlos, llamando nuevamente a la unidad de todos los trabajadores, manuales e intelectuales, para entender que no basta constatar las semejanzas de salario, de nivel de vida o de cultura para definir a “una clase social” en sí”. Es necesario que quienes presentan semejanzas en la desprotección social de sus derechos, sobre todo si se sienten sobreexplotados, infravalorados o si, como resultado de su sensibilidad no erosionada, experimentan como propias las injusticias cometidas hacia sus semejantes más carenciados, y cuentan con una explicación acerca del origen de esa situación inaceptable, estén en condiciones de imaginar los medios de superarla. De este modo, los trabajadores no sólo estarán en condiciones de reconocerse como “una clase en sí”, sino de pasar, cualitativamente, a ser “una clase para sí”, protagonista colectiva de su liberación.

Marx en el prólogo a La contribución a la crítica de la economía política (1859) señalaba, cómo tras años de riguroso estudio, pudo llegar a una conclusión básica para la comprensión de la historia y esta es que “no es la conciencia la que determina al ser social, sino el ser social lo que determina su conciencia”. Así, una clase social no es una simple agrupación que comparte preferencias, creencias, oficios o un nivel socioeconómico dentro de un modo de producción determinado, sino aquella que producto de una reflexión acerca de sus orígenes, insatisfacciones y aspiraciones, comparte un proyecto de transformación revolucionaria de la sociedad que impide su autorrealización, porque “…las fuerzas productoras que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales para resolver este antagonismo. Con esta formación social termina, por tanto, la prehistoria de la sociedad humana” (3) pasando “del reino de la necesidad al reino de la libertad” y comenzando así la verdadera historia.

A casi sesenta años de aquel aporte, Lenin, contestando las críticas que hace Kautsky a la toma del poder por los bolcheviques o maximalistas en el libro “La dictadura del proletariado”, señalaba en 1918 que las clases medias de artesanos y pequeños comerciantes de la ciudad, junto a los campesinos medios (seredniaks) y pobres (bedniaks), sumados a la vanguardia proletaria, forman un vasto frente anticapitalista contra la burguesía, la tecnoburocracia, la pequeña burguesía y los campesinos ricos o grandes terratenientes (kulaks); es decir, la descripción del conflicto político le permite al líder de la revolución bolchevique, distinguir en Rusia una realidad social de ocho clases, en vez de las mentadas dos únicas clases antagónicas que convivirían al interior del capitalismo: burguesía y proletariado. En honor a la verdad, debe señalarse que la descripción de la composición social de Rusia hecha por el líder revolucionario es bastante general y no se detiene en aspectos esenciales e identitarios como la conciencia de clase o la ideología correspondiente a cada una de las clases mencionadas o de las que polarizarían el conflicto. También, conviene resaltar que el importante tema de la tecnoburocracia a suplantar no volverá a ser planteado por él y menos por sus burocráticos sucesores.

Nicolai Bujarin, en un esfuerzo de precisión marxista, en su Teoría del materialismo histórico (1931) dice que “una clase social es una unidad colectiva de personas que juegan el mismo papel en la producción y sostienen las mismas relaciones con las otras unidades colectivas que participan en el proceso de la producción” (4), incluyendo en este concepto el criterio económico y el sociológico; las diferencias que otorgan la conciencia de clase, la actitud política y la metamorfosis ideológica se darían por añadidura.

Gyorgy Lukács, superando de manera notable la camisa de fuerza que impone el partido, rechaza definiciones como las anteriores por su carácter mecanicista, debido a que no incorporan ni la toma de conciencia de clase ni las ideologías -legítimas o inducidas- que puede adoptar una clase social y que pueden hacerla tan voluntarista como para, mediante un salto, acelerar el resultado de un conflicto de clases, cuestión que Marx ya valoraba en su potencialidad transformadora. Sin embargo, Lukács no describe clases concretas y múltiples; en su lugar elabora un concepto filosófico, casi metafísico de la clase proletaria, por lo que no enumera niveles al señalar que una clase es dialécticamente “una totalidad concreta”, una “unidad en la multiplicidad”.

El elemento constitutivo de esta unidad es la conciencia de clase, unida al devenir histórico que es una totalidad concreta. El gran pensador húngaro sostiene que para el marxismo no existe una ciencia del derecho, una economía política, ni una historia separadas unas de otras, sino exclusivamente una sola y única ciencia histórico-dialéctica del desarrollo de la sociedad como totalidad. Esa unicidad o totalidad explica que su concepto resulte más ideológico que sociológico. Así, la idea de que las clases son un concepto asociado al esfuerzo por demoler el Antiguo Régimen, encuentra su corolario en Lukács cuando dice que el capitalismo es el sistema que pone en evidencia la conciencia de clase: “No puede considerarse como azar el hecho de que sea precisamente la sociedad capitalista la que se ha convertido en el campo clásico de aplicación del materialismo histórico, (como instrumento) que no podría aplicarse de la misma forma a las estructuras sociales anteriores a este modo de producción” (5). Evidencia así el error más recurrente “del marxismo vulgar”, que aplica como eternas las categorías sociales del capitalismo a modos de producción o regímenes precedentes.

Cabe hacer notar que el reduccionismo de un Lukács idealista, se debe a que el antagonismo entre la burguesía y el proletariado era y ha sido entendido por el marxismo, como la contradicción fundamental de la sociedad moderna, aunque no como la única; de allí que su planteamiento sea algo que cumple ya un siglo sin resolver.

Hoy, tras cuatro décadas de instalación y ajustes del modelo neoliberal y de su Estado subsidiario en Chile, debemos reconocer que los variados sectores intermedios de nuestra sociedad se muestran cada vez más oscilantes, autónomos e indóciles a la autoridad. De modo que la baja intensidad ciudadana que nos ha caracterizado explica que una parte importante se deje seducir cada cuatro años por la incontrarrestable maquinaria publicitaria de la derecha, y que -como es evidente- su fidelidad al gobierno de turno resulte por ello mismo de corta duración. Así, poseídos por el consumismo en que han sido educados, estos sectores recelan de reformas que puedan aminorar los inestables niveles de mejoría alcanzados.

En este escenario, generador de enormes e inaceptables desigualdades, de enorme e impúdica concentración económica, en un país que, a pesar de ello, pretende pasar por democrático al ser administrado por coaliciones de centro derecha (que supieron desperfilar ideológicamente para luego integrar a partidos de la antigua izquierda, que renegaron de sus posturas programáticas más clasistas), el más manido discurso, el caballito de la batalla electoral es el de una preocupación preferente por la postergada clase media. Sus desprolijos custodios, que cada cuatro años se presentan como sus preocupados defensores, son los mismos que la han empobrecido y la subdividen en clase media alta (pequeños empresarios y universitarios de profesiones liberales) y clase media baja (los pobres y asalariados que no desean ser reconocidos como tales), además de publicitarse políticamente como la centro-derecha, los custodios del sentido común, permiten que sus cómplices socialdemócratas, convertidos -vía corrupción- en la izquierda del neoliberalismo, se presenten como la centro-izquierda, haciéndose llamar el “socialismo democrático”.

Cuando las palabras tienen un uso incorrecto, mal intencionado o irreflexivo, crean también irrealidades. Así, por un esnobismo propio de progres, vemos el uso abusivo del calificativo liberal para conductas que ellos experimentan como distantes del conservadurismo. Daniel Mansuy, en columna de opinión de El Mercurio, señalaba en mayo de 2018, que la empresa destinada a determinar quiénes serían hoy auténticos liberales es algo condenado al fracaso, dado que para ser efectivamente político “el liberalismo requiere ser especificado: es más adjetivo que sustantivo. De allí que en Chile podamos encontrar liberales en todo el espectro político, desde la derecha dura hasta el Frente Amplio”.

A propósito del columnista recién mencionado, y como un caso representativo del fenómeno, puede observarse durante estos últimos años cómo sectores minoritarios, representativos de una derecha más inteligente, autocrítica y por ello renovada, condenan las violaciones a los derechos humanos como “errores” y califican al régimen de Pinochet como una dictadura, mientras el grueso clientelar de la derecha clásica, el más fanático, el que no lee y aún cree en el sofisma de que el golpe de Estado salvó a Chile de ser un satélite del comunismo, califica al mismo régimen como “gobierno militar” y al golpe como “pronunciamiento militar”, lo que resulta comprensible como resultado de un escenario nacional de medio siglo, donde la concentración de los medios de comunicación en manos del empresariado (6), permite la difusión de eufemismos que distorsionan la comprensión de la realidad, facilitando una manipulación masiva de los chilenos.

Prueba de ello es también el último y reciente golpe demoledor a la cultura perpetrado por el Consejo Nacional de Educación y el Ministerio de Educación, que convierte a la enseñanza de las Artes, la Educación Física y la Historia en asignaturas electivas fuera del Plan Común, un mero complemento opcional en el nivel de 3º y 4º de educación media, etapa en que el conjunto de los alumnos alcanza condiciones de madurez que hacen del adecuado acopio de conocimientos, herramientas para asumir de modo crítico y propositivo el aprendizaje de las ciencias sociales, a un par de años de ser automáticamente convertidos en ciudadanos por el Servicio Electoral SERVEL.

Lo anterior, constituye un segundo gran golpe en contra de conocimientos que fortalecen las conductas cívicas, después del primer desmantelamiento curricular perpetrado a mediados de los noventa por el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle (7), flamante Embajador de Piñera ante los países del Asia Pacífico. Recordemos también que en su primer gobierno y recién asumido, Piñera intentó sin éxito -en el mismo año en que debíamos conmemorar el Bicentenario de nuestra independencia-, reducir las horas de Historia de los programas de la educación media. En su segundo gobierno, teniendo ante sí a una oposición fragmentada y debilitada ideológicamente, arremete con más bríos para asegurar en lo inmediato una masa cada vez más acrítica, individualista, ignorante y alienada, transformando a la educación en un simple adiestramiento complementario al mundo del trabajo.

Las actitudes colaboracionistas al modelo de dominación imperante de buena parte de esta oposición de tendencias centristas, seducida por los mensajes que un gobierno de empresarios le envía para convencerla de su preocupación por “la clase media”, me lleva a recordar, una vez más, lo pertinente de aquella advertencia que Radomiro Tomic hiciera a su propio partido, hace ya algo más de medio siglo: “cuando se va con la derecha, es siempre la derecha la que gana” (8).

Santiago de Chile, julio de 2019.
Revisado en enero de 2023.

Notas

3- Erich Fromm. Marx y su concepto del hombre. Breviarios Nº 166 del Fondo de Cultura Económica. Cuarta reimpresión 1971, México. Pág. 229.

4 y 5- Gurvitch. Op. Cit. págs. 85 y 86.

6- Dos consorcios periodísticos, El Mercurio y COPESA, controlan el 96% de la prensa escrita de nuestro país. El Mercurio es dueño también de Las Últimas Noticias, diario de calidad absoluta y diametralmente opuesta al rector de la prensa de derecha. La pregunta acerca del porqué semejante diferencia no permite otra respuesta que el propósito de mostrar una supuesta preocupación por la diversidad: un diario para los más cultos y otro “para los rotos”, tal como la disparidad que puede observarse entre La Tercera, diario líder de COPESA, y La Cuarta, el diario popular, también propiedad de dicho consorcio. Cabe mencionar que la cadena El Mercurio es dueña, además, de veintisiete diarios regionales.

7- Aunque parezca una paradoja, desde que un editorial de El Mercurio habló de “apagón cultural” a partir de magros resultados en la Prueba de Aptitud Académica en 1977, la dictadura se preocupó de mejorar al menos el conocimiento de los estudiantes en materias de historia y geografía de Chile, incorporando como obligatoria la medición de estos contenidos en la prueba específica con que se postulaba a ingresar a las universidades y mantuvo en planes y programas de educación media las tres horas de Educación Cívica para tercero y las tres de Economía para cuarto medio, a la par del programa de historia que contemplaba cinco horas semanales; en total ocho horas para los niveles finales de la educación media. El segundo gobierno de la concertación (Frei Ruiz-Tagle) redujo el plan común de Historia a cuatro horas y eliminó la Educación Cívica y la Economía; luego de esto y aparte de otros engaños, ¿con qué moral y aire de preocupación hablan de la desafección política o de la falta de conciencia ciudadana entre los jóvenes?

8- Radomiro Tomic fue, junto a Eduardo Frei Montalva, Rafael Agustín Gumucio y Bernardo Leighton entre otros, fundador de la Falange Nacional que, escindida definitivamente del Partido Conservador en 1937, pasará a adoptar el nombre de Democracia Cristiana en 1957. Embajador del gobierno de Eduardo Frei en los Estados Unidos, Tomic asumirá al final de ese sexenio, la candidatura a la presidencia de la república por aquel partido en la campaña de 1970, en la que asume un personal pacto de honor con Salvador Allende, de reconocer mutuamente el triunfo del otro, a objeto de aminorar los propósitos desestabilizadores de la derecha tradicional, coludida con los sectores más derechistas de la Democracia Cristiana. Se recuerda la marcha de Tomic y los jóvenes de la Democracia Cristiana la noche del 4 de septiembre, a lo largo de una Alameda con centenares de miles de manifestantes que celebraban el triunfo de la Unidad Popular, desde su local partidario al de la FECH donde Allende haría su primer discurso para, públicamente, cumplir la palabra empeñada. En los años ochenta fue, casi en solitario, opositor a los intentos dictatoriales por desnacionalizar el cobre.