Por Omar López, Puente Alto, febrero 04 de 2023

Hace algunos días, en el trayecto de regreso a casa y en un sector de calles de impecable paisaje donde habita una población de la denominada clase media alta, observé a un hombre de edad avanzada que atrajo mi atención en primer lugar, por su vestimenta y luego por la figura total de su caminata que, a primera impresión lo entendí como vagabundeo cansado y hambriento. Con un sol ya dueño de sus tenazas hirientes esta persona calzaba unos enormes bototos y una casaca incompatible con la temperatura ambiente. De estatura más bien baja, la enorme y desordenada barba cenicienta y la mirada escrita en un horizonte de piedra, este ser era una sombra disuelta en el desierto. Nunca sabremos su identidad ni menos de su vida y su punto de partida ni su destino, pero transmitía esa imagen de abandono y libertad podrida que traducen algunas veces drogadictos o alcohólicos vencidos.

La calle es siempre un álbum imprevisto y la multitud que día a día transita por sus mapas encierra códigos de convivencia no siempre bien leídos. Hoy la masa trabajadora está sujeta a la dictadura del rendimiento y el consumismo. Y la población no activa, tercera edad y sus alrededores, defendiendo su calidad de vida según su realidad previsional y condición física y mental. Los niños o los jóvenes vibrando al ritmo de la tecnología ambulatoria y ejercitando sus neuronas para la competencia y el desahogo. Es el tiempo que nos toca vivir y no es cosa de lamentar las circunstancias. La vida puertas afuera, calles, plazas y mall es un enjambre de abejas sin panal, pero con un agudo sentido de la satisfacción instantánea. La vida puertas adentro en cambio, es una red de soledades casi siempre mal educadas o por lo menos, inquietantes.

Entonces, es este océano existencial el que de repente arroja náufragos como el señor de los bototos sudorosos. Gente que demolió o le demolieron en primer lugar, su isla personal; luego su intimidad de corazón invicto y, por último, su futuro de muerte bien vestida. Más allá de las carpas, los cartones y los trapos que hoy invaden los rincones o las orillas de grandes avenidas, esos ciudadanos de la miseria repartida, es una elocuente muestra del engranaje social que nos domina: concentración mundial de la riqueza y distribución internacional de la pobreza no solo material, también en las ideas y el respeto hacia una naturaleza que ya está dando señales de agotamiento y muerte.

Mientras escribo estas líneas algo deprimentes o pesimistas, escucho desde el jardín el canto solitario de un grillo que pareciera dialogar con los ojos de una luna eterna, pero siempre nueva. Y esa unidad de acción anónima, diminuta, transitoria, casi misteriosa, me brinda un aire de esperanza y tranquilidad de persistir en los actos y en las utopías cotidianas… y posibles porque, después de todo, si los árboles resisten, si los pájaros anidan un amanecer de puertas abiertas y las hormigas no dejan de preparar sus bodegas de invierno, porqué nosotros, todavía dueños de nuestras facultades, no podemos continuar descubriendo lo invisible y escuchando los ríos subterráneos que abundan en la capital de la modernidad y el dios dinero.

La calle es después de todo, el espacio donde eso que llaman “realidad” te saluda o te asalta en cualquier esquina.

Puente Alto, febrero 04 de 2023