Miguel Lawner, 21-03-23

Para batir al hombre de la paz
tuvieron que bombardearlo hacerlo llama,
porque el hombre de la paz era una fortaleza.
Mario Benedetti (Fragmento del poema Allende)

Transcurridos casi 50 años desde el trágico 11 de septiembre de 1973, que trajo consigo la muerte del presidente Allende, es probable que volverán a suscitarse debates poniendo en duda su suicidio.

Como la vida me ha enseñado que los medios de comunicación son capaces de levantar cualquier suceso con el objeto de lograr algún objetivo encubierto, creo necesario reiterar mi opinión al respecto.

Es indiscutible que las fuerzas armadas chilenas se alzaron contra el orden constitucional, defendido por el presidente hasta las últimas consecuencias, junto al puñado de compañeros que intentaron repeler el asalto a La Moneda.

Las fuerzas armadas hicieron uso de todos los recursos bélicos disponibles para atacar La Moneda y acabar con sus defensores. Emplearon varios destacamentos militares provistos de vehículos blindados y tanques que acribillaron el edificio con proyectiles de grueso calibre y gases lacrimógenos, culminando esta acción con el ataque aéreo, mediante el lanzamiento de rockets, que destruyeron gran parte del palacio presidencial dejándolo envuelto en llamas.

Es un hecho que -cuando empeoró el cuadro político- el presidente afirmó reiteradamente que no lo sacarían vivo del palacio presidencial. Conociendo su resolución y su consecuencia, está claro que jamás aceptaría refugiarse en el extranjero o rendirse quedando a merced de vejaciones o torturas.

En consecuencia, el propósito de asesinar al presidente era evidente. No se ahorró ningún recurso para alcanzar este objetivo. No es fundamental para mí determinar si el presidente murió víctima de una bala propia o ajena.

Tras haber trasmitido por radio sus últimas palabras, Allende se dirigió al recinto desde el cual resistían sus fieles guardias. Tendido en el piso boca abajo, comenzó a disparar a través de las puertas-ventana del segundo piso, próximas a la calle Morandé, arriesgando el pellejo dada la intensidad del fuego enemigo. Nadie se atrevía a retirarlo de un sitio tan vulnerable. Sus colaboradores debieron pedirle al doctor Arturo Jirón que lo retirara de esa posición, cuando ya todos habían agotado sus municiones. Jirón lo tomó de los pies y lo arrastró hacia atrás, en medio de la resistencia del presidente, que insistía en continuar un combate tan desigual.

Quienes estuvimos confinados en la Isla Dawson con los doctores Patricio Guijón y Arturo Jirón, testigos fundamentales de la muerte del presidente, podemos asegurar que ambos sostuvieron siempre, que ningún militar había ingresado al segundo piso de La Moneda, hasta el momento en el cual el presidente les ordenó a todos quienes lo acompañaban, que cesaran la lucha y formaran una fila abandonando ordenadamente el palacio a fin de evitar una masacre, bajando por la escalera que conducía a la puerta de Morandé 80.

Al comenzar el descenso, Guijón afirma que decidió regresar en busca de su máscara de gases, a fin de conservarla como un recuerdo. La recuperó y al iniciar el retorno, asegura haber escuchado un disparo, justo cuando iba cruzando frente al ingreso del Salón Independencia, que permanecía con sus puertas abierta, viendo de inmediato al presidente, quién yacía sentado en un sillón, víctima de un suicidio originado por el disparo de su fusil que mantenía entre las piernas apoyado en el suelo, con el cañón dirigido a su boca.

El doctor Guijón estimó necesario cumplir con sus deberes profesionales y se aproximó al Presidente constatando su muerte. Se sentó junto a él en el mismo sillón y esperó la llegada de los militares, que ocurrió algo más tarde.

También el doctor Jirón confirmó esta misma versión.

Conocí a Jirón desde nuestros años escolares en el Instituto Nacional y me consta que sería incapaz de mentir respecto a un hecho tan trascendental en nuestra historia. Jirón invitó a Guijón a colaborar como médico en La Moneda. Lo conocía personalmente y asegura que tampoco Guijón podría haber manifestado algo contrario a la verdad.

El suicidio de Allende no disminuye en nada su estatura como líder del proceso revolucionario que ha dejado huellas más profundas en la historia del siglo XX. No es sólo por el gesto heroico de entregar su vida que un gran número de plazas, calles y monumentos en todo el mundo, se enorgullecen de llevar su nombre. Los oprimidos de los cuatro rincones del planeta vieron en su gobierno el modelo para alcanzar un mundo más justo, conservando las conquistas democráticas; avanzando hacia la erradicación de la discriminación de género o de las minorías étnicas; abriendo las puertas de la universidad para todos; desatando la creatividad ilimitada de artistas e intelectuales.

Nada de eso cambiará, como tampoco cambiará la resolución de los golpistas de ultimarlo a cualquier precio.

Allende representa hoy, como lo puso de manifiesto en los excepcionales mil días de su mandato, la esperanza de encontrar una fórmula de gobierno que asegure el bienestar de las mayorías, poniendo fin al dominio absoluto del gran capital, a la explotación desenfrenada de los recursos naturales y a la preservación del medio ambiente. Todo esto, con pleno respeto a los valores democráticos.

Su ausencia es, cada día, más presente.