El grabado es de Käthe Kolwitz, artista alemana precursora de la pintura social del siglo XX.

“No es posible una participación ciudadana que sea efectivamente incidente y eficaz sino se abordan, previamente, las condiciones de desigualdad que nos debería irritar como comunidad política”. Aquí reside la médula de las ideas del abogado Erwin Quilaqueo acerca de la necesaria participación ciudadana y lo que el denomina “la sombra de la desigualdad”.

En el fragor de la contienda electoral y como suele ocurrir cada vez que los ciudadanos ejercen su derecho a elegir o ser elegidos, la ‘participación ciudadana’ cobra importancia y se suele repetir casi como un mantra. Sin embargo, una perspectiva histórica nos permite advertir que la participación de los ciudadanos, en la esfera pública, no es un hecho naturaleza de la vida colectiva ni menos un acto que nace por gracia de los gobernantes sino, más bien, ha sido un proceso trabajoso, complejo, plagado de pugnas y sacrificios.  
Desde un punto de vista etimológico, participare significa “tener parte” o “tomar parte”, lo cual indica una referencia a un “todo” o conjunto al cual se contribuye o respecto del cual se obtiene algún derecho o beneficio. De este modo se conjuga mejor en un “nosotros” que en un “yo” individual y, en ese sentido, desde el punto de vista de lo colectivo o comunitarios, viene a constituirse como un elemento configurador de la vida democrática de un pueblos o comunidad política.
Ahora bien, su ejercicio está ligado, inexorablemente, a la estructura de “oportunidades” que pueda brindar una sociedad y a las posibilidades de influencia y poder relativo que puedan tener los ciudadanos en un momento determinado. En ese marco, la participación ciudadana debe entenderse como un derecho humano fundamental, consagrado en diversos instrumentos internacionales; sin embargo, no pareciera tener la misma importancia a nivel interno.
Si bien en la actual Carta Fundamental (CPR) está estipulado en el artículo 1º inciso final, “derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional”, no tiene su equivalente en el artículo 19 donde se encuentran enumeradas las garantías fundamentales y, en consecuencia, también carece de tutela o mecanismo que permita respetar u obligar a su cumplimiento.
El 16 de febrero del año 2011, se publicó la Ley 20.500 sobre asociaciones y participación ciudadana en la gestión pública, su promulgación pasó prácticamente inadvertida a pesar de su trascendencia y avance en esta materia. Con dicha normativa, el Estado busca reconocer el derecho de las personas a participar en sus políticas, planes, programas y acciones (Art. 69, Ley 18.575); sin embargo, la institucionalización ha sido deficiente, no se ha generalizado la constitución de los COSOC, tanto a nivel de los gobiernos locales como a nivel central, muchos consejos son convocados esporádicamente o no se les consultan materias relevantes; en suma, constituyen más bien instancias meramente formales sin incidencia significativa en la toma de decisiones.
En fin, la citada normativa carece de mecanismos de fiscalización y sanción, no contempla financiamiento para los espacios de participación y, quizás lo más grave, es el carácter de dichas instancias, es decir, estas son consultivas, informativas y no vinculantes. De este modo y sin temor a equivocarnos, podemos concluir que tanto la actual Constitución Política como el sistema político vigente desconocen, como derecho humano a la participación ciudadana, no solo en la gestión pública sino también como mecanismo de participación política directa.
Por otra parte, pareciera ser que la desigualdad también persigue, como una pesada sombra, nuestra condición de ciudadano ya que, la participación siendo un elemento consustancial a dicha condición, se ve limitada por la falta de igualdad de oportunidades constituyéndose, de ese modo, en una precondición necesaria –aunque quizás, no suficiente– para la realización de una participación real y efectiva.
En resumen, no es posible una participación ciudadana que sea efectivamente incidente y eficaz sino se abordan, previamente, las condiciones de desigualdad que nos debería irritar como comunidad política. De ese modo, el grado de participación será directamente proporcional a la vigencia y respeto de otros derechos y libertades, tales como la de información y de expresión, pero también, con la misma relevancia, los derechos económicos y sociales, cuya consagración espero se materialice en la nueva Carta Fundamental.