Fuente: www.20minutos.es

“Hoy veo a muchas de ellas haciendo clases, en la escuela pública, en el liceo y me alegra saber que esas pequeñas y pequeños escolares reciben hoy lo que Frau Mónica nos dio a varias liceanas hace 30 años: conocimiento, dignidad, libertad y afecto”.

Crecí y me eduqué en dictadura. Durante la básica en una escuela pública y luego más grande en el liceo. A lo largo de esos años tuve muchas profesoras y a la mayoría las recuerdo por los maltratos o por lo poco que nos enseñaban. En básica teníamos una profesora que nos pegaba coscachos con unos anillos gigantes y, en la media, la profesora de historia nos contaba con gran orgullo cómo los niñitos ricos de su fundo jugaban con los niñitos pobres del sector y eran todos felices.

No me gustaba nada ir a clases, aunque mi madre me reprocha que, aunque ella me rogaba que no fuera, yo partía, aunque hubiera tormenta, y en esa época sí que las había. El liceo era un espacio tremendamente represivo, facho y dictatorial. Siempre tenía la sensación de que el principal foco era hacer de nosotras unas señoritas más que mujeres intelectualmente capaces.

En esa época peleábamos por el pase escolar, para que se fuera el dictador y por tantos desaparecidos y torturadas, entre las que incluso había niños y niñas como nosotras. Y fue en esa comunidad estudiantil, unida por el miedo, la rabia y la esperanza donde viví años hermosos de mi vida.

Recuerdo muy bien y con mucha nostalgia a la única profesora del liceo que me marcó para siempre. Frau Mónica, la profesora de Alemán. Bajita, delgada, de pelo abundante, oscuro y con algunas canas, de cara amable y seria. Tengo muy grabadas en mi memoria sus facciones y la textura y color de su piel. Su sala era una sala pequeña comparada con las dimensiones del liceo, pero pocas tomábamos alemán como lengua extranjera. Yo, de ascendencia inglesa odiaba el inglés, gringos go home, y el alemán me parecía fácil. Frau Mónica preparaba sus clases, sus materiales, sus actividades con tanta dedicación que era imposible no fascinarse por la danza que interpretaba cada día entre su mesa, el pizarrón y nuestros pupitres. Su voz era dulce, colmada de amor hacia su trabajo, pero con la suficiente aspereza de quien tiene las más altas expectativas sobre sus estudiantes. Nunca nos facilitaba las cosas, pero nos prestaba toda la ayuda necesaria para que superáramos las dificultades. Cuando nos hacía pruebas muchas veces se iba de la sala y nos dejaba solas. Con ella aprendí que hiciera lo que hiciera, yo siempre lo sabría y eso era lo que importaba. ¿Cargaría con la traición de su confianza o con un cuatro? Por suerte la mayoría de las veces me iba bien, porque realmente me motivaba estudiar con ella.

Excepto Frau Mónica, me eduqué en una época en que los y las profesoras tenían el hábito de humillar a sus alumnas para lograr respeto, obediencia y dominación. Hoy que ya tengo más años que algunas de ellas en su momento, veo el tremendo problema de autoestima con el que deben haber cargado y lo equivocadas que estaban acerca de lo que nos hace respetables. Sin nunca haberlo deseado, terminé siendo profesora de teatro en colegios, luego en la universidad y hasta hace poco trabajé casi quince años enseñando a futuros y futuras profesoras. Lo que más agradezco de esa época fue la posibilidad que me dio la experiencia de transmutar toda esa herencia de seriedad, distancia, disciplina y maltrato que viví y presencié en la época escolar y universitaria (esta última da para varios capítulos). Me esforcé mucho por ser la mejor profesora que pude y tuve la suerte de tener dentro de mis cursos a personas extraordinarias que ni se imaginan todo lo que me enseñaron. Hoy veo a muchas de ellas haciendo clases, en la escuela pública, en el liceo y me alegra saber que esas pequeñas y pequeños escolares reciben hoy lo que Frau Mónica nos dio a varias liceanas hace 30 años: conocimiento, dignidad, libertad y afecto.