Sala de clases – Instituto Nacional

“He seguido pasando por la vida. Conozco a los hijos de don Alfonso y cuando nos encontramos, nos abrazamos con una suerte de emoción muy difícil de comprender por otros. Y que a nadie le importaría si se tratara de explicar. Es que no suele ocurrir.”

Es improbable que suceda nuevamente, salvo en las películas que veíamos de niños en la década del cincuenta del siglo pasado. Las tardes de matinée cuando el mundo sólo pasaba en blanco y negro, borrosamente por las pantallas del cine del barrio y el personaje era, por ejemplo, un viejo profesor.

Es que no suele ocurrir que ese personaje sea verdad.

Sin embargo, fue cierto. Don Alfonso Bravo Baltierra, nuestro Profesor Jefe en las Humanidades del Instituto Nacional es – más allá de tantas alegrías, triunfos, amores, metas cumplidas, instantes inolvidables – el mejor hombre que conocí en mi vida.

Es, digo. Lo seguirá siendo, siempre.

La explicación de por qué continúa con nosotros es irrefutable: luego de algunos años como profesor de Matemáticas, siguió de lejos y de cerca, acompañándonos. Fue un segundo padre permanente. Supo de nuestros primeros pasos universitarios y de nuestros posteriores caminos profesionales. Conoció de los éxitos y, sobre todo,  de los fracasos. Aplaudió y abrazó, correspondientemente. Fue acogido y acogió a nuestras respectivas familias, asistió a las celebraciones de nuestros matrimonios, visitó en clínicas y hospitales en el momento exacto a la madre parturienta de nuestros hijos, nos cobijó en los instantes tristes que todos vivimos y estuvo siempre perfectamente al día respecto de cuánto nos sucedía en ese diario vivir que sólo conocemos al final de cada jornada.

Fue, definitivamente, un fenómeno de la Educación, que no tiene fronteras.

Nunca don Alfonso falló a las comidas anuales del curso el día del Instituto. Siempre el 10 de agosto en el viejo Rhenania de Irarrázaval, a la misma hora y sin que nadie avisara a nadie. En casi cincuenta años, siempre encabezó la larga mesa. Por esas cosas de la vida, al poco tiempo de que don Alfonso falleciera, cerró para siempre el antiguo restaurante donde, dicho sea de paso, nunca sus propietarios recabaron que eran testigos de un inmenso ejemplo de humanidad y amor. Algo, como anotábamos al principio de estas líneas, que no suele ocurrir.

A veces bromeo, en ratos de anécdotas y recuerdos, que yo como enemigo acérrimo de números, cifras, ecuaciones y reglas de tres, nunca supe nada de Matemáticas. Y aseguro que todavía estaría en Quinto Año de Humanidades repitiendo curso por el ramo fracasado, si no hubiese sido por el profesor de la asignatura, el propio don Alfonso. Saltándose todos los reglamentos, el día del examen final tomó la planilla y donde figuraba mi promedio anual en rojo rotundo, puso nota siete como resultado del examen. Don Alfonso recibió estoicamente las quejas correspondientes de la comisión examinadora, pero ya nada se podía hacer pues las planillas no admitían borrones ni tachaduras.

Pasé de curso. No solía ocurrir.

He seguido pasando por la vida. Conozco a los hijos de don Alfonso y cuando nos encontramos, nos abrazamos con una suerte de emoción muy difícil de comprender por otros. Y que a nadie le importaría si se tratara de explicar. Es que no suele ocurrir.

Cuando viene de Israel mi compañero de curso Yuval, ir a saludar a don Alfonso en vida era obligatorio. Ahora, lo visitamos en su tumba del Cementerio General. Cuando debo integrar un cortejo en ese digno lugar de descanso, generalmente me separo y visito a mi Maestro. Su lugar está siempre florido y fresco. Como también permanece la memoria respecto de quien nos enfiló a varios por la vida, durante tantas décadas.

Eso que no suele ocurrir.