“Retrato de Míster James”, pintado en 1937 por René Magritte.
El periodista y escritor Federico Gana fotografía con las palabras una postal de la cotidianeidad de estos días de cuarentena y pandemia. Es el paso a paso de un relato de excelencia.
Volveré temprano. El trámite es corto. Miró el cielo. El horizonte está claro. Día ideal para la libertad. Debo aprovechar.
 
Me saco el buzo deportivo y entro a la ducha larga y tibia. Me seco con calma. Desodorante spray, el caro. Me peino con el secador. Todo saldrá bien. Con mayor delicadeza que otras veces me recorto la barba, que ha crecido como nunca desde la última vez que salí. También el bigote. Cincuenta y cuatro días sin usar las tijeras. Camiseta blanca impecable, ajustada al cuerpo. Elijo una camisa celeste tipo Oxford de mangas largas, recién lavada y planchada, de botoncitos en el cuello. Sweater algo más claro que el color de estos atardeceres lentos. Slip blanco, el pantalón gris que uso con la chaqueta azul oscura para los matrimonios y funerales, a los que ahora no puedo asistir. Y el cinturón negro de hebilla dorada. Lustro furiosamente los zapatos burdeos (los elegantes que mantengo en su horma) y que hacen juego con los calcetines grises. Deslizo, como estirándola, mi mano sobre la corbata verde oscura, la de rombos azulados. Hago el nudo dos veces, hasta que el extremo largo cubra la hebilla del cinturón. Descuelgo la chaqueta azul clara, de media estación. Aún no ha llegado el frío.
 
Reviso mi correo, hay un archivo con acordes de un vals peruano. Es del músico Arriagada y su bonhomía, desde Francia. Le contesto que en estas horas paralizadas bajo los plátanos orientales de mi calle en Ñuñoa su vals que baila solo me recuerda a una bella mujer gozando un ají de gallina mientras nuestros ojos se cruzaban con los compases. Era también y, como siempre, otoño. Arriagada, como de costumbre, no responderá.
 
El perro de la vecina, que siempre ladra en las mañanas, lo hace ahora. Son las cinco y media de la tarde. El ladrido corta el silencio de mar profundo que vibra en el barrio. La luz del día comienza a desdibujarse, el cielo se debilita y de repente, sin aviso, entrará en el umbral de las diarias tinieblas.
 
Espero los silbidos. Frente al espejo del pasillo me perfumo el cuello y las solapas de la chaqueta. La Colonia Inglesa de los domingos, pero no es domingo. Qué duro es esperar. Nada más que hacer. Vendrán, los silbidos.
 
Ya se anuncia el camión y sus muchachos saltarines, con gritos y los silbidos esperados. Siempre lo hacen a última hora del día. Me abrocho la chaqueta con el botón del medio. Desde bajo del lavaplatos tomo la bolsa de basura. Abro la puerta que da a la libertad. Desciendo raudo los tres pisos y deposito la bolsa junto a las otras de la vecindad. Los basureros llegan y se van, Neruda diría que también los marineros. Añoro el grito de la vendedora de tortillas de rescoldo de los domingos.
 
Subo los tres pisos. Regreso. Cuelgo la chaqueta y el pantalón, en la misma percha. Me desabotono lentamente la camisa y observo, pusilánime, su cuello sin decidirme a colgarla en el closet o echarla a la lavadora. Devuelvo a su horma los zapatos de fiesta. Quedo en calzoncillos, calcetines y la camiseta blanca, ajustada. Me cubro con el buzo deportivo.
 
Trámite hecho. Volví temprano.