Alumnos del Instituto Pedagógico (1970). Autor: Fernando Velo. Revista Bello Público de la FECH. Disponible en www.saberesdocentes.cl
La Dictadura Militar destruyó la democracia y las vidas de miles a través del asesinato, la desaparición forzada y la tortura. Pero también afectó la vida de millones producto del colapso de sus certezas, expectativas y metas. De este modo, Miguel Vera habla de su propia vida, no sólo para recordar sino también para iluminar el presente como atisbo de la continuidad de una lucha que no cesa. 
Pinochet y sus geniales asesores en educación determinaron que la Biología sería la ciencia oficial del reino de Chile y eso es lo que se enseñaría con énfasis en los liceos del país.
 
 Estaba terminando la carrera de pedagogía en física en el año ochenta y uno cuando nos casamos con una compañera de química. Nuestro futuro se veía mal, pues ejerceríamos docencia en esas asignaturas, ahora con solo dos horas de cada una por liceo. Habría que trabajar en muchos para tener un horario aceptable.
 
Ese mismo año, los practicantes de pedagogías científicas fuimos convocados a una gran sala. Unos tipejos con pinta sospechosa nos hablaron de la Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, la institución que reemplazaría al Pedagógico de la Universidad de Chile. Nos hablaron de lo bueno que iba a ser ese cambio para la formación docente y que eliminaría para siempre el vínculo que tenía el Campus Macul con la U.CH. Anunciaron que cada uno debía buscar su propio “Centro de Práctica”, el liceo donde ejercería la docencia por un semestre. Es decir, ya no lo designaría la universidad como era habitual y esto nos aportaba una nueva incertidumbre.
 
Todos solíamos hacer la práctica con un electivo de la especialidad, el más difícil, por cierto. Lo dejábamos para el final pensando que trabajar en un liceo haciendo clases nos daba tiempo para estudiar mejor y aprobarlo. Los siniestros personajes aseguraron que seríamos los últimos titulados en pedagogía de la Universidad de Chile, que el cambio institucional sería posterior y que solo hiciéramos la práctica, pero no con electivos, que de hecho no se ofrecieron. Esa noticia sí nos alegró: muchos repetían ese ramo por segunda vez y su carrera finalizaba ahí, debiendo apelar al decano por carta con pocas esperanzas de continuar, siendo expulsados al término de sus estudios.
 
Luego de aprobada la práctica volvimos a las oficinas del Pedagógico a tramitar el título. Se concretó entonces el vil engaño: “les falta un electivo, no cumplen con el plan curricular de su carrera, pero sí con el de la Academia”. Así, el engendro espurio de la A.S.C.P. que sólo duró cinco años, contó en su inicio con cientos de titulados.
 
Mi madre era Asistente Social en la U. en la sede de La Reina y se contactó con su colega de Macul. Yo me había trasladado de la Universidad Técnica del Estado años antes, por el cierre de la carrera de pedagogía también y tenía más de diez ramos no homologados, tanto de matemática como de física. Esta mujer se la jugó y con esfuerzo logró que me convalidaran el electivo faltante un mes después. Fui autorizado a obtener el título oficial de mi carrera: Profesor de Estado en Física y Ciencias Naturales de la Universidad de Chile. Puedo asegurar que soy el último en salir del Glorioso Pedagógico.
 
Cuando fui a buscar el diploma a la Casa Central no hubo ceremonia, solo una larga fila. Mis padres también eran egresados de la U. y me habían hablado del impresionante rito de titulación de sus tiempos: el aula magna llena con las familias, el solemne himno cantado por el coro universitario de azul y discursos que hablaban de un futuro mejor para cada uno y la patria. Nunca imaginé recibirlo formando parte de una cola silenciosa de ex alumnos de diversas facultades.
 
Tras su ventanilla, la funcionaria extraía el cartón desde un kardex, le grababa el timbre oficial con una máquina de palanca y sin mirar al alumno o alumna, lo extendía sobre la bandeja exclamando: “el siguiente”. Cuando me correspondió recibirlo me puse a llorar. El esfuerzo de terminar dentro del plazo normal había sido duro y estaba enfermo. La funcionaria se dio cuenta de lo que ocurría. Me miró con lástima y entregó en mis manos el diploma felicitándome por el logro obtenido. Lo hizo con sinceridad, se lo agradecí y me fui. Escuché a mis espaldas, “el siguiente” y volví a llorar.
 
Saliendo cabizbajo por la puerta de la Casa Central me topé con Medina Lois, el rector delegado enfundado en su uniforme color gris rata. Sentí unas ganas incontenibles de sacarle la cresta ahí mismo por todo lo que representaba: la dictadura dentro de la universidad, el poder arrollador sobre mi exiguo futuro como profesor, el silencio de cementerio impuesto a bala en donde primó el bullicio germinal de la ciencia y el humanismo. Me detuve y apreté los puños aguantando la enorme rabia. Golpearlo o increparlo me habría costado caro. Salí de la Casa de Bello caminando con mi título de cesante dentro de un sobre blanco que no abrí por varios años y una pesada carga de pena, desazón y cobardía a cuestas.