Fuente: elquintopoder.cl
La noche desdibuja la realidad, borra los contornos y nos deja en sueños. Federico Gana muestra una de esas noches y a sus protagonistas, sus afanes y su realidad. Su nocturna realidad.
Puede ser cualquier cosa, a esa hora de la medianoche, lo que esté en la voluminosa bolsa de supermercado que cuida con cierto celo. Como no querer mostrarla. Por ejemplo, puede llevar un chaquetón por si más tarde se enfría. Cualquiera prenda que abrigue. O podrían ser sandwiches para la venta callejera, algo así como marraquetas dobles con mortadela, envueltas en papel, para que no desprendan mucho olor ni despierten el apetito a los pasajeros del bus. Pensará que intentarían robarle. A esa hora de la noche, ya tarde, siempre hay hambre. O pueden ser muchísimas bolsitas de pañuelos para sonarse, algunos ya usados, esas servilletitas de papel muy delgado, envueltas en plástico con harta publicidad impresa y que se botan en cualquier parte. La mujer tiene cara de que los guardaría, por higiene, en la bolsa. La mantiene a su izquierda, afirmada en el asiento del bus. Por supuesto, pueden ser también algunas compras del supermercado.
 
Con calma, desde la misma bolsa saca un teléfono y llama. Habla como cuando una madre nerviosa y preocupada le dice a su hija que ya llegará a su trabajo. Que la llamará apenas llegue.
 
Tan diferente de todo esto, su hija.
 
Corta, guarda el teléfono y mira la hora, aunque la sabe perfectamente. Recibe, casi al instante y con sorpresa, un llamado. Que ya va, responde nerviosa. Algunos minutos, nada más. Que sí, que lleva todo. Luego y sin despedida, como disimulando que le hubieran cortado, guarda nuevamente el aparato y, con el mismo movimiento de su mano saca de la bolsa un minúsculo colaless negro y de puntitos brillantes. De una cajita plateada toma una aguja con su hilo negro que, en su diestra mano derecha, entra y sale de la prenda femenina. Por su tamaño, podría despertar la imaginación de cualquier persona, pero parece no importarle que algunos pasajeros se den cuenta.
 
La mujer cose apurada, como si la prenda fuese a ser usada en el mismo instante. Pero es medianoche y en un microbús de la locomoción colectiva. No calza. Sentada junto a la ventana del microbús no mira hacia el exterior. Con aparente indiferencia se encierra ensimismada en su labor de repentina costurera en viaje. Revisa si lleva consigo una libreta de anotaciones. Su libreta indispensable. De improviso, por primera vez mira por la ventana. Dobla el calzón lo más perfectamente posible, que parezca nuevo y lo envuelve en una pequeña bolsita de color rosado, intentando quitarle lo arrugado, a tirones muy suaves. Casi acariciándolo. Rebobina el hilo con rápida técnica, mete aguja e hilo en la cajita plateada y toma la bolsa voluminosa llena de ropa, introduce la bolsita pequeña en ella y se levanta pesadamente del asiento, dirigiéndose hacia la puerta de salida. Vuelve a revisar si su libreta de anotaciones sigue ahí con ella. Su compañera.
 
Al detenerse el vehículo de la locomoción pública en el siguiente paradero, la mujer le da las gracias al conductor, en alta voz, como si se conocieran. Y desciende. Es más, de la medianoche. Es una esquina del barrio alto. Es una noche de sábado. Parece ser una noche de mucho trabajo para la mujer que cose en el bus.
 
Cuando llega a su destino, el rostro de indiferencia se acentúa, pero no se encierra en sí misma. Debe actuar. Presurosa, de urgencia. La necesitan en los vestidores. La primera persona que se le acerca es una joven rubia, demasiado rubia para ser cierto. Delgada y de tacones altos, apenas tapada con un minúsculo sostén negro.
 
Sin mediar palabra, la falsa rubia resalta su impaciencia. La mujer del bus abre su bolso, saca la bolsita rosada del colaless y se lo entrega, en silencio. Meta cumplida. Otra señorita le ordena, también con urgencia, que le remiende de inmediato su blusa de seda transparente, que se le ha deshilachado. Saca hilo incoloro de la cajita plateada, lo enhebra nerviosa y comienza a coser. Otras jóvenes, semidesnudas, le piden que haga café, que tienen frío.  Luego, en su libretita anota nombres, tipos de prendas y cifras de dinero.
 
Un largo rato después, cuando ya ha comenzado el show, recién se siente con permiso para tomar el teléfono. Llama a su hija y le dice con un delgado hilo de voz que sí, que alcanzó a llegar antes de que llegaran los clientes y encendieran las luces.