Adoration of the Shepherds (1650). Bartolomé Esteban Murillo (1650)

La maternidad como rol fundamental en la sobrevivencia y la felicidad. El amor y la protección que nos hermana a las distintas especies animales. Antonio Rojas nos narra una de esas historias entrañables, de las que se guardan en la memoria y el corazón.

Al jardín de mi primo Gerardo llegó un polluelo de zorzal.  Debe de haber caído de algún nido instalado entre las ramas de un frondoso damasco, pletórico de frutos, y al caer se golpeó severamente una pata y un ala.  Resultado: no se podía mover y se limitaba a lanzar chillidos lastimeros.
 
A sus llamados acudieron los niños y, condolidos sus corazones, lo prohijaron.  Picaron migas de pan, para que entretuviera el buche, pero el polluelo era demasiado chico y no sabía comer por sí mismo.  Se limitaba a quejarse.  Entonces le acercaron un platillo con agua y lo agradeció: hizo torpes abluciones.
 
Cuando los niños se retiraron, apareció la pájara madre, que debe de haber presenciado la escena con el corazón encogido. Al verla, el polluelo cesó de gritar. Ella lo acompañó un rato y partió por alimento. Regresó con un gusano atravesado en el pico y lo depositó cuidadosamente en el pico ávido de su hijo.  Tuvo que introducirlo hasta muy adentro porque el pequeño zorzal no sabía tragar.
 
Este proceso de amor fue presenciado desde la distancia por mi primo Gerardo y por los adultos de su casa. También por los niños, a los que había que sujetar para que no se aproximaran y ahuyentaran a la pájara madre.
 
Los niños estaban recibiendo una hermosa lección de amor, de protección a la vida.  Una lección muy necesaria a la que todos los niños, y también muchos adultos, debieran tener acceso.
 
La segunda parte de la lección resultó aún más ejemplarizadora. Porque llegaron los gatos.  Taimados, silenciosos, haciéndose los lesos, iniciaron una lenta aproximación al polluelo; lo rondaron observándolo de reojo, lamiéndose los bigotes como quien no quiere la cosa; se echaron al sol,  ganaron luego la sombra del damasco y cumplieron el rito de un acercamiento inexorable.
 
El pequeño zorzal estaba en ascuas, chillaba.  Lo único que sabía hacer, habitante tan reciente de este mundo, era presentir el peligro y gritar por auxilio.  La madre revoloteaba en aleteos angustiados que, por supuesto, no ahuyentaban a los felinos.
 
Los niños tomaron entonces el partido de la vida y, armados de escobas, barrieron el apetito malsano de los gatos y despejaron de sombras mortales el espacio contiguo al damasco que amparaba al pájaro herido.
 
Cuando visité, hace algunas tardes, a mi primo Gerardo y me enteré de esta historia, el polluelo todavía cojeaba, pero ya movía las alas y daba saltos alrededor del árbol.  Aún no comía por sí mismo, pero ya la pájara le ponía el alimento en el pico y él era capaz de engullirlo.
 

Pronto podrá volar, dijo Gerardo.

 
A mí me pareció que ese “pronto” estaba todavía lejano, pero su juicio debe ser más certero que el mío por cuanto él ha seguido la evolución del polluelo desde el instante mismo en que cayó del nido.
 
La impresión que me causó el zorzal herido, que de rato en rato lanzaba chillidos inarmónicos, fue de desamparo.  Los pájaros son tan desamparados como los seres humanos y si no fuera por sus madres, no sobrevivirían a las hostilidades del mundo.
 
Tampoco conseguirían sobrevivir y su especie terminaría sobre la tierra si alguien no pusiera coto al felino apetito homicida desatado sobre la faz de la tierra.